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El escándalo de la caída de los salarios

Un trabajador en Valladolid, en una fotografía de archivo. EFE/R. García

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Los salarios han perdido cerca de un 8% de capacidad adquisitiva en los últimos 20 años. Lo dicen las estadísticas oficiales y lo confirman servicios de estudios muy fiables que publican sus informes prácticamente en la clandestinidad. Lo malo es que la tendencia se mantiene. Y crece. La última cifra es que los salarios aprobados por convenios subieron en 2021 en un 1,47%, pero que la inflación lo hizo en un 3,1%, más del doble. Ningún crecimiento económico puede ser sólido y real en esas condiciones. Y menos cuando los precios suben un 6,7%, como lo estaban haciendo a final de 2021. Y van a seguir haciéndolo, al menos hasta finales de este año, como ya prevé hasta Luis de Guindos, el vicepresidente del Banco Central Europeo.

Pero de esa realidad terrible no se está enterando casi nadie. Ninguna de esas noticias ha llegado a las primeras páginas de los periódicos ni ha sido subrayada por los cada vez más infames programas informativos de las televisiones. Está claro una vez más que las cosas importantes que ocurren en este país pasan desapercibidas para la gente. Los políticos están a sus peleas por detalles nimios, con el único objeto de dejar mal parada la imagen del rival, y los medios, salvo excepciones muy puntuales, van al espectáculo y a lo barato, a lo que se pueda hacer con plantillas recortadísimas. Y de lo serio, sólo hablan algunas personas. Entre ellas, casi clandestinamente y sin más información que la obtiene de su propia experiencia.

La iniciativa del gobierno, hace algunos meses, de subir el salario mínimo hasta 965 euros podía haber sido la ocasión de abrir un debate a fondo sobre cuanto se paga a los trabajadores en nuestro país. Pero la cosa, afortunadamente aprobada, pasó sin mayor pena ni gloria. La oposición, aparte de pronosticar sin base alguna, y equivocándose, las terribles consecuencias que tendría la medida, no quiso entrar a fondo en la cuestión. Al gobierno le bastó con que su propuesta fuera aprobada. Unos cuantos cientos de miles de trabajadores, puede que un millón, se beneficiaron de ella.

Para callar las bocas de la derecha se podía haber dicho en ese momento que, según la Agencia Tributaria, el incremento medio de los salarios entre 2007 y 2020 había sido del 10,2 mientras que la inflación lo había hecho un 20,3%. Pero se prefirió pasar página. Tal vez porque esas cifras habrían sacado los colores a todos, partidos de derecha y de izquierda incluidos. Porque en todos esos años ninguno de ellos había colocado el problema de los salarios en el frontispicio de su acción política.

Es extraordinario, y hasta ridículo, que los medios se ocupen con puntualidad exquisita de los movimientos de la bolsa y no dediquen una palabra a la evolución de los salarios. “Porque también ellos tienen asalariados y no quieren hurgar en la herida”, se dirá. Seguro que sí. Pero también porque la ideología del capital, domina de tal manera el panorama informativo que cualquier apunte que no responda a la misma es prácticamente pecado.

Lo malo es que ese recorte ininterrumpido de los salarios reales tiene consecuencias. Muy serias, además. La más obvia es que reduce la calidad de vida de millones de ciudadanos. Pero también su capacidad de consumo y en este caso no sólo de los más marginados sino de buena parte de los trabajadores, en mayor o en menor medida. En esas condiciones, cualquier crecimiento económico estará lastrado, no será muy estable.

Uno de los motivos principales de que el conjunto de los salarios haya ido perdiendo peso en el balance de la distribución de la renta, a favor de los beneficios de las empresas y del capital, es que buena parte del trabajo que hay en España está en sectores de bajos salarios. Otro es el altísimo volumen de paro que se registra década tras década. En 2007, el salario anual más bajo estaba en la hostelería y era de 14.000 euros al año. Esa cifra estaba un 31% por debajo del salario medio español. En 2019, la cantidad anual había subido a 14.561 euros, que era un 40% menos que la media salarial. Se dice pronto.

Cuando a mediados de noviembre los trabajadores de los astilleros gaditanos salieron a la calle para exigir, con su brío tradicional, una subida del 5% de sus salarios, no poca gente se quedó extrañada. ¿A qué venía ese anacronismo, la quema de neumáticos en las carreteras, propia de los años setenta y ochenta del siglo pasado? Es difícil saber cuantos ciudadanos españoles han comprendido que esas protestas tenían su razón de ser en los datos que hasta aquí se han venido comentando. Con un elemento adicional: el rechazo sin paliativos de las direcciones de las empresas, de los astilleros y de cualquier otro sector, a dar la mínima satisfacción a esas reivindicaciones.

Su gran argumento, que el diario El País santificaba en su editorial de este jueves, es que no puede haber subidas salariales mientras no crezca la productividad. Porque en caso contrario se estaría alimentando aún más la inflación y amenazando la solvencia de las empresas. Los sindicatos son, en parte, sensibles a ese riesgo de que crezcan los precios, pero no hasta el punto de renunciar a presionar por salarios más altos. Es muy posible que la actitud favorable a la reforma laboral por parte de Antonio Garamendi y del sector mayoritario de la dirección de la CEOE tenga algo que ver con ese problema: su actitud podría ser una concesión a los sindicatos a cambio de no aumentar los salarios.

Pero la evolución de los precios puede dar al traste con todas esas estrategias. Porque la caída de la capacidad adquisitiva se está acelerando y puede llegar a un punto en el que la protesta social arrastre a los propios sindicatos.

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