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Espiritrompa

Las dirigentes de Podemos y ministras de Igualdad, Irene Montero, y Derechos Sociales, Ione Belarra, en un encuentro feminista en Madrid con motivo del Día de la Mujer.

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La espiritrompa es la lengua de una mariposa. Nos lo enseñaron José Luis Cuerda y Fernando Fernán Gómez en esa película con un final que te rompe el pecho de dolor, ¿verdad? Si no, de qué iba a saber yo qué narices es una espiritrompa.

Decía Don Gregorio —el maestro republicano que termina frente al pelotón de fusilamiento— que sólo hacía falta una generación que naciera libre en España para defender siempre la libertad. Pero defender la libertad en el país que acabó con los Don Gregorios sigue siendo un problema cuando nos continúan marcando el paso los nietos de sus verdugos. Y no, esto no es un análisis de brocha gorda, ni de panfleto: es una dolorosa certeza y la razón última de sus males.

Sirvan un par de ejemplos recentísimos: el del Tribunal Supremo, que elige la semana más complicada de la izquierda para avalar las rebajas de pena a violadores en contra de su propia jurisprudencia y del criterio del Ministerio Fiscal, volviendo al relato de que la ley del 'solo sí es sí' es un papelajo que hicieron cuatro niñatas en una tarde, en un Ministerio que les quedaba grande. Y dos días después, avala una condena de 18.000 euros a la misma mujer, Irene Montero, por —qué ironía— un delito contra el derecho al honor. Sin redactar la sentencia, sin notificar a las partes su decisión. Dadle una patada, por si todavía respira.

Ahí va otro ejemplo: el de Mónica Oltra, cuyo informe policial, que demostraba que ni ella ni su equipo encubrieron los abusos sexuales cometidos por su exmarido, se había guardado prudentemente en un cajón hasta después de las elecciones por si en algo podía afectar al resultado, por si aún se pudiera reparar su daño y su nombre. Rematadla, por si todavía se mueve.

Así pues, de este cierre de legislatura, de ciclo y de negociación, cainita y descarnada, en la plaza del pueblo, a la vista de todos, extraigo tres lecciones con la honesta esperanza de equivocarme y de que en unos meses y semanas esta columna se haya quedado vieja e insoportable.

La primera, que el Estado Profundo que ha operado sin piedad contra la izquierda transformadora no es un pozo ni una cloaca oscura: se parece más a las casitas de la zona alta de Madrid, a una sobremesa en un restaurante con copita de orujo, a cuerpos funcionariales blindando sus intereses de clase, a la mediocridad gris y burócrata que acata órdenes, a Villarejo riéndose de todo y de todas entre el primer y el segundo plato. Pero Estado Profundo es también sus consecuencias, eso tan español de querer ir con el que gana y apartarse del apestado, como también lo es la resignada mansedumbre en la que nos han entrenado a todas para no meternos con ciertas autoridades, instituciones y poderes aunque sepamos que no operan para el bien común, sino para sí mismas, con el aura de saberse invencibles. No, no soy ingenua. Conozco las reglas del juego, y, como cantaba Aute, sabemos que quien pone esas reglas tiene mucho más fácil ganar todas las partidas. Soy de las que hemos crecido con el miedo a toparnos con los límites de la libertad demasiado a menudo. Conteniendo la energía, la lengua, la rabia, aprendiendo a “saber parar”, como dicen algunos, porque el precio a pagar por no hacerlo puede ser altísimo. Laboral, profesional, personal. Siempre he envidiado a quienes pueden vivir tranquilos, con su pedigrí avalándolos, con las espaldas cubiertas. A derecha, y a izquierda.

Una segunda lección aprendida estos días es que la batalla de las ideas de la izquierda no es lo que se está jugando en este tablero. Que esta coalición, Sumar, que yo imaginaba como un frente amplio y popular para defender lo conquistado y lo que está por conquistar, se parece hoy más a una familia mal avenida que se saluda con dos besos en una boda para no volver a hablarse cuando pase el convite. No, no soy ingenua. Ya sé que la realpolitik va de eso: de aparateo y de pasiones tristes. Pero en el optimismo de la voluntad que aún nos mantiene despiertas y vivas, creo que a pesar de todo eso se puede disputar la España que soñaba Don Gregorio.

Y que para hacerlo hay que acumular fuerzas, alianzas, brazos y cabezas y tener mucho coraje. Me hago cargo del dolor y de la desesperación que ha causado esta semana de desangre entre tantísimas personas, y comparto el cabreo, la incertidumbre, el agotamiento. ¿Cómo no hacerlo? ¿Qué mimbres para la ilusión son éstos? Me pregunto —con sinceridad lo digo—,¿qué futuro espera a esta coalición de rencores, a este popurri de voluntades, sea en un gobierno o en una oposición, sea al frente de ministerios o sea defendiendo sus escaños frente a la peor de las derechas?

Me gustaría saber cuáles serán las prioridades en un posible horizonte de gobierno. ¿Se seguirá peleando la reforma laboral? ¿Cómo planean poner freno a esta inflación que saquea los barrios y que está construida sobre la codicia de unos pocos? ¿Se disputará en Bruselas la justicia social frente a la tecnocracia cuando vengan mal dadas? ¿Qué pasará cuando haya que pelear las medidas feministas que se han quedado pendientes y los ultras que habitan las comunidades autónomas se declaren en rebeldía? ¿Qué ocurrirá cuando haya que decidir qué hacer con la escalada bélica de Ucrania, primará la herencia pacifista e internacionalista o el pragmatismo de esa izquierda verde y europea que avala los designios de la OTAN? ¿Y qué haremos con Marruecos? ¿Lo de la Ley Mordaza? ¿Y con la frágil política de memoria democrática que tanto ha costado impulsar? ¿Asumiremos la Europa Fortaleza? ¿Acataremos las nuevas reglas fiscales que suenan a viejo? ¿Y qué onda con el Consejo General del Poder Judicial? A mí, más allá de las sillas, me preocupa eso. Me interesa eso. Me importa eso. Y de eso no nos está hablando nadie. 

Y una tercera lección, la más difícil de digerir, es darse de bruces con la realidad de que esta política no hace prisioneros, porque no es nueva, en realidad es viejísima, y sigue siendo en el fondo un puñado de señores tomando decisiones fuera de los espacios de deliberación colectiva. Aunque cada vez son más previsibles y cada vez se les van notando más las costuras. Que no, que no soy ninguna ingenua. Soy de la generación que en 2010 pensaba que estaba condenada a resignarse y bajar la cabeza, y, contra todo pronóstico, aquí estamos. Queremos ilusionarnos. Queremos agitarnos. Queremos entusiasmarnos. Pero, joder, qué difícil nos lo estáis poniendo. 

Por eso, a quienes han decidido que hay que sacrificar una mártir por un bien superior, que hay que vetar e impugnar “el ruido”, entiendo su estrategia, aunque creo que tiene las piernas cortitas y el corazón estrecho, y que sienta un peligroso precedente. Yo me quedo con la sororidad que se ha levantado más allá de partidos y carnés, me quedo con el aprendizaje de que un puñado de tías muy cabezonas, que han trabajado todas las horas del día, que llevan tanto amor en sus ojeras, se le pusieron de frente al pragmatismo y a la realpolitik y a los señores de los pactos en los límites de lo posible. Y pudieron. Y van a volver a poder, porque en este claroscuro están naciendo monstruos pero también muy buenas guerreras. Y vamos a necesitarlas. 

¿Y ahora, qué? Habrá que arremangarse y sumar, digo yo, no porque venga el lobo, sino por la ética del bien común y porque aquí no se rinde nadie. Pero no construyamos la ilusión sobre un necesario olvido, como decía el viernes Lis Duval, aunque ganas no nos falten; ni tampoco sobre la ingratitud o el miedo. Construyamos la ilusión porque podamos creer en ella, porque sirva para algo. Me aburren las listas, territorios y el reparto de millones, pero me emociona que se pueda llevar la contraria a la Historia. Me admira la gente valiente y apasionada, la gente buena, venga de donde venga; me fastidia la gente que hace demasiados cálculos antes de elegir trinchera. Igual sí que soy una ingenua. Pero me niego a sumarme al apedreo para salvarme, me niego a gritar a nadie: “¡Espiritrompa!”. 

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