La crisis económica y el diseño incompleto de la eurozona
Puede parecer un recuerdo lejano, pero en 2007 España era la campeona económica de la eurozona. Nuestra economía crecía al 3,8% en promedio anual desde hacía una década mientras que Alemania crecía al 1,7% y Francia al 2,3%. Las administraciones públicas españolas registraban superávit desde 2004 y su deuda se situaba en el 36,3% del PIB, por 65,2% en Alemania y 64,2% en Francia (que superaban los límites fijados en los criterios de Maastricht). Además, nuestra tasa de paro se situaba en el 8,3% de la población activa, frente al 8,7% en Alemania y el 8,4% en Francia. Hoy en día el cuadro macroeconómico de España presenta un estado calamitoso, con un decrecimiento acumulado entre 2008 y 2012 superior al 5%, y con la tasa de paro y la deuda pública marcando máximos históricos.
A la hora de explicar este cambio de escenario, ciertos argumentos de orden ideológico han acaparado el protagonismo y conducen a un relato simplista de lo sucedido. Así, a menudo se sugiere una relación directa entre corrupción política y crisis económica, autocomplaciente (por cuanto nos hace pasar por víctimas) y sin más interés que canalizar el descontento social. Otras veces, de manera absolutamente interesada, se presenta la deuda pública como causa de la crisis, y no como consecuencia, soslayando que el peso del sector público en la economía española es raquítico en comparación a lo habitual en Europa. También se falta a la verdad cuando se afirma que el déficit de las administraciones públicas españolas es consecuencia del despilfarro en obra pública y en gastos suntuarios: aunque sí los ha habido, la crisis de la deuda pública se debe esencialmente a la caída de la recaudación (causada por la menor actividad económica) y al incremento del gasto en prestaciones por desempleo. En fin, incluso entre quienes admiten el papel fundamental del sobreendeudamiento privado, la conclusión que frecuentemente se extrae no tiene más recorrido que el moralista “hemos vivido por encima de nuestras posibilidades”.
La realidad es que esta crisis, en última instancia, es consecuencia del diseño incompleto de la eurozona y del funcionamiento del sistema financiero. Todo lo demás no es sino el resultado de lo anterior (sin menoscabo de la responsabilidad de cada cual), incluyendo el despropósito de las cajas de ahorro y la explosión del déficit público. Se trata básicamente de una crisis institucional.
Desde su creación, el Banco Central Europeo ha tenido como mandato principal el control de los precios. El problema para la economía española es que nuestra tasa de inflación, moderada en perspectiva histórica, ha seguido siendo significativamente superior a la registrada en la eurozona (3% en promedio anual frente a 2% entre 1998 y 2008). En segundo lugar, la economía española se ha visto favorecida por unos tipos de interés artificialmente bajos (“artificialmente” para nosotros, puesto que están determinados en función del contexto económico del conjunto de la eurozona, liderada por el binomio Alemania – Francia). La combinación de ambas circunstancias durante los diez primeros años de existencia de la moneda única terminó por originar tipos de interés reales en España que penalizaban el ahorro e incentivaban el endeudamiento.
Con la inflación en el sector de la vivienda absolutamente desbocada, la demanda de crédito en la economía española durante el boom inmobiliario se satisfizo en buena medida con ahorro proveniente del exterior. Este ahorro fue canalizado por el mercado interbancario europeo y captado en última instancia por el sector financiero español. Es ingenuo pensar que el comportamiento especulativo se limitaba al último eslabón de la cadena de crédito (el que une a entidades bancarias y a particulares). A esto hay que añadir que una proporción importante de las emisiones de moneda del Banco Central Europeo entre 1998 y 2008 fue captada por la banca española, deseosa de alimentar la demanda insaciable de hogares y empresas. El resultado de todo esto es bien conocido: el déficit por cuenta corriente y de capital en España llegó a superar el 10% del PIB en 2007, y el endeudamiento privado ronda, todavía hoy, el 200% del PIB.
Sin embargo, aunque el caso español sea paradigmático, la estructura de nuestra balanza de pagos no es el único elemento discordante en el contexto europeo. Entre Alemania, Francia, Italia y España (cuyo PIB conjunto representa más de tres cuartas partes de la eurozona) hay un desequilibrio flagrante: el superávit corriente de Alemania equivale, en gran medida, al déficit corriente de Francia, Italia y España reunidas. Además, aunque la tendencia actual de la balanza corriente española parece poner freno a la sangría, el peso de la industria alemana en Europa es cada vez mayor (en detrimento de la industria en Francia, Italia y España) por lo que eventuales mejoras de competitividad en estos países podrían ser insuficientes para modificar la situación a corto o medio plazo.
Así las cosas, la corrección del desequilibrio entre la Europa prestataria y la Europa prestamista solamente puede lograrse o bien a través de políticas fiscales y presupuestarias federales que no existen, o bien por la pérdida de poder adquisitivo en los países deudores (lo que se conoce como “devaluación interna”): reducción de salarios, aumento de impuestos, y recortes en las transferencias sociales y en la inversión pública. Hemos apostado por el purgatorio de la austeridad, haciendo bandera de los intereses legítimos de la Europa prestamista, y por el camino hemos descuidado el problema de fondo: el capital no circula de manera eficiente en la eurozona (de otro modo habría sido imposible financiar las colosales burbujas inmobiliarias en España e Irlanda).
La cuestión es que existe una resistencia numantina a completar el diseño institucional de la eurozona porque esto afecta a la soberanía de cada uno de los Estados miembros (el presupuesto de la primera potencia económica mundial equivale a penas al 1% de la riqueza que genera cada año, frente al 22% en Estados Unidos). La Europa económica se ha convertido en un gigante que camina cojo sobre el único pilar de su política monetaria.
Necesitamos mejorar la arquitectura del sector financiero, afrontar el problema de los paraísos fiscales y construir una verdadera política fiscal y presupuestaria común (es ridículo, por ejemplo, que a estas alturas el dumping fiscal todavía sea una práctica al uso). Y para ello hace falta un poder ejecutivo europeo que pueda actuar como tal; porque la tecnocracia, entendida como una caja negra de burócratas y lobbies, no hace sino desacreditar a las instituciones, alimentar el euroescepticismo y mantener el statu quo.