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Europa, ante la OTAN

El secretario general de la OTAN, Jens Stoltenberg, en Madrid

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Cuando sonaron tambores de guerra en Libia, el establishment europeo -y español- defendió unánimemente el envío de dinero y armas y la intervención de la OTAN. Quienes expresaron dudas al respecto, advirtiendo del peligro de introducir material bélico en cualquier escenario sin capacidad de control, fueron tachados de ser partidarios de Gadafi y defensores de la dictadura, a través de un reduccionismo y de tergiversaciones impropias de una democracia.

La intervención de la OTAN sobrepasó el objetivo inicial para el que estaba diseñada -proteger a los civiles libios que estuvieran bajo amenaza- prosiguió durante meses, se extendió por todo el país hasta la capital y no terminó hasta que se produjo el asesinato de Gadafi. Los aplausos a aquella operación militar -motivada no solo por el altruismo esgrimido, sino también por intereses económicos y geoestratégicos- prosiguieron hasta que llegaron las consecuencias de la misma: víctimas civiles de bombardeos de la OTAN, fragmentación del país, armamento en manos de grupos yihadistas, enfrentamientos por el dominio de territorio entre bandas armadas por Occidente incapaces de respetar los derechos humanos y perpetuación de la violencia. Libia y parte de la región del Sahel se convirtieron en un polvorín, hasta hoy. Pero el debate en Europa sobre el país africano ya había caducado y a nadie pareció importarle aquellos daños.

Tampoco se ha reflexionado demasiado en el debate público sobre los veinte años de la OTAN en Afganistán. De forma un tanto asombrosa, se suele desvincular la presencia de EEUU y sus aliados en aquel país de todo lo que ha ocurrido en territorio afgano desde 2001. El papel de la organización militar en Irak también merece una visión crítica en un territorio donde la invasión y posterior ocupación abrió la caja de los truenos en toda la región, con la introducción de enormes arsenales de armas por parte de EEUU y sus aliados.

Dijo Martin Luther King que una nación que gasta más dinero en armamento militar que en programas sociales se acerca a la muerte espiritual. Nuestro país acaba de celebrar el cuadragésimo aniversario de la entrada de España en la OTAN. En ese marco, y sin debate democrático mediante, se ha subrayado la importancia del aumento del gasto en Defensa con motivo de la guerra en Ucrania, desencadenada por la invasión rusa. España afirma que duplicará su gasto militar en esta década, elevándolo en un 20% en los próximos dos años, guiada por las exigencias de Washington. En la actualidad el gasto en Defensa español supera en casi diez veces el presupuesto de Cultura.

La Unión Europea está edificando una nueva identidad en torno al conflicto bélico y a la militarización, en un contexto que encadena varias crisis económicas y con un trasfondo de crisis ecológica profundo. En un escenario de guerra como el actual se pretende la máxima del todo vale. Con la excusa de la seguridad, con la inoculación de un nuevo miedo, se pospone otra vez un modelo basado en el respeto al planeta y a los seres humanos que lo habitan, necesitados de programas sociales capaces de menguar la desigualdad creciente y de una planificación para frenar la crisis climática.

El rearme anunciado por los países de la Unión Europea contrasta con el abandono de medidas necesarias. Un informe del Tribunal de Cuentas Europeo acaba de señalar que la UE ha incumplido su objetivo de destinar al menos el 20% de su presupuesto para el periodo 2014-2020 a la acción por el clima. El gasto en Defensa ahora anunciado -para el que la OTAN comandada por EEUU llevaba presionando a la UE desde hace años- amenaza con recortar la inversión social en un contexto en el que sigue creciendo la desigualdad.

Se preguntaba en una charla reciente la investigadora y defensora de derechos humanos Helena Maleno qué ha pasado para que, con la guerra de Ucrania, “sea imposible decir que estás a favor de la paz, que haya gente estigmatizada y perseguida en redes sociales cuando habla de paz”. Sería conveniente reflexionar sobre esa pregunta, y encontrar respuestas.

Los guiones partidarios de las guerras han contenido siempre algunos delirios. Ante la invasión rusa de Ucrania nos aseguraron una lucha por la democracia y la libertad sin avisar de peligros previsibles, que ya se están cumpliendo: riesgo de perpetuación de la guerra y por tanto de más víctimas mortales, fragmentación del territorio ucraniano, empobrecimiento de su población, uso del conflicto para intereses de terceros, guerra subsidiaria en la que Washington y Moscú echan un pulso y Ucrania pone los muertos, aumento de precios de alimentos básicos y de la energía.

Como escribía hace unas días Wolfgang Münchau, “no es ético imponer una sanción económica y después hacernos los sorprendidos cuando la gente se muere de hambre”. No es ético estigmatizar las salidas diplomáticas, defender el campo de batalla como única baza y el aumento de la apuesta militar y después hacerse los sorprendidos cuando llegan las consecuencias. El propio orden europeo corre el riesgo de transformarse. Se pospone la autonomía europea y crece la dependencia e influencia de EE.UU a través de la OTAN. Londres -gran aliado de Washington en Europa- se acerca a Ucrania, a los países bálticos y a la Polonia gobernada por la ultraderecha en busca de un nuevo bloque que pueda ganar poder frente al eje Berlín-París-Roma.

Una y otra vez se repite el mismo ciclo con las guerras y una y otra vez se olvida: se necesitan semanas, meses o incluso años para que desaparezca la embriaguez bélica y asomen los hechos, los análisis sosegados y los dolorosos resultados. Cuando llegue ese momento de nuevo nos dirán que no se podía saber, que parecía una buena idea, que no existían aún todos los datos para concluir que la apuesta por la militarización y por la guerra como única opción no eran el mejor de los caminos.

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