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Los «fast masters»

Miguel Roig

En «El libro de la risa y el olvido» cuenta Milan Kundera que un dirigente checo, llamado Clementis, acompañó al líder comunista Klemenet Gottwald en el balcón de un palacio de Praga. Corría el año 1948 y Gottwald se dirigía a la multitud mientras caía la nieve. De los camaradas que le rodeaban fue Clementis quien tuvo la deferencia de quitarse su gorro de piel y acomodarlo en la cabeza descubierta del líder. La foto de esa jornada se difundió por toda Bohemia: cientos de miles de ejemplares, afirma Kundera. Cuatro años después, Clementis cayó en desgracia y su presencia en el balcón fue borrada de la foto. Solo permaneció su gorro en la cabeza de Gottwald.

Nadie sabe el pasado que le espera, suelen decir los cubanos y es verdad.

Según cuenta Ignacio Sánchez de Pisón en su libro «Filek», el personaje que nombra el título de este relato de no ficción construyó un pasado científico que le permitiría producir gasolina sintética. Franco le creyó. Después, claro está, lo borró. Martinez de Pinsón lo recupera pero emerge más que el personaje, su invención y la ingenuidad del dictador.

Muchos años después Luis Roldán también sería borrado de la foto oficial de la primera etapa del socialismo en la Moncloa.  Junto con él, su supuesto título de ingeniero. Pero aquel episodio fue tan rocambolesco que esta mentira se tomó como un fraude menor.

Hoy hay dos personas –de momento–, la exministra Carmen Montón y la expresidenta de la Comunidad de Madrid, Cristina Cifuentes, que ya no tienen un master, con el cual su pasado académico ha cambiado en parte, pero su perfil ético ha girado dramáticamente y en el plano personal puede que ya no se reconozcan en el nuevo presente que les acaba de conferir esa corrección imprevista del pasado.

Así como de Clementis solo quedó un gorro de piel, estas funcionarias serán aquello que no fue: un master impostado.

Los hechos se suceden con vértigo. Tanto, que Albert Rivera al tiempo que hurga en la tesis del presidente Pedro Sánchez, también edita sus papeles: en 2015 contaba con dos másteres y un doctorado; en 2016 perdió el doctorado y hoy, según informa la página digital del Congreso, solo conserva una licenciatura.

El coste sin duda, es muy alto, ¿pero qué lleva a subestimar el riesgo de un pasado sembrado de fake news académicas?

Quizás, por una parte, tenga que ver con la dinámica que lleva a contorsionar los perfiles para adaptarlos a la fragilidad laboral como le ocurre a gran parte de la ciudadanía y por otro, la tentadora conversión de los estudios en meros productos de consumo rápido: el valor ligero de una apropiación de coste escaso y carente de todo  esfuerzo.

En «La cultura del nuevo capitalismo», Richard Sennett, advierte de la necesidad de desarrollar nuevas habilidades a medida que las demandas de la realidad cambian: «manejarse a si mismo, mientras se pasa de una tarea a otra, de un empleo a otro, de un lugar a otro». En esta observación de Sennett pareciera que muchos pierden el control y confunden un ilícito –falsear un título universitario lo es– con adquirir de manera veloz ese título, así como se adquieren y descartan productos y contenidos, en el vértigo de la red, conectando y desconectando, olvidando que es una estructura que conserva todas las huellas: un cambio de notas, por ejemplo. Esta visto que adquirir un título de manera rápida, una suerte de fast degree, es sencillo.

¿Es necesario?

Adolfo Bioy Casares y Juan Marsé, ambos premios Cervantes, autores centrales de la literatura, no terminaron sus estudios. Es más, José María Guelbenzu declara en las notas biográficas que no terminó la carrera de Derecho y, en ese contexto, suena a un atributo más que a un fracaso. Pepe Mujica tal vez sea el único mandatario en este tiempo sin estudios universitarios.

La periodista Maruja Torres tituló un libro de memorias «Más másteres da la vida». Soledad Gallego-Díaz, directora de El País, no terminó su carrera universitaria y uno se entera de ello en su perfil de Wikipedia o en alguna entrevista donde le preguntan por sus estudios.

No se trata de declarar la inutilidad de los estudios: todo lo contrario. La enumeración precedente refiere solo a perfiles excepcionales.

La pulsión por las titulaciones de aquellos que las pueden obtener por la vía rápida es producto del miedo más que de la picaresca. Siendo políticos, esto es un fallo de calado ya que el miedo está en el cuerpo de los ciudadanos y se supone que la política tiene como uno de sus fines desbaratarlo. No parece que sea así.

 

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