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De Fidel a Miguel, de Rubén a Daniel o de Hugo a Nicolás

Fidel Castro

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La Argentina reconoce en estos días un desconcierto unánime que sin embargo ya conoce desde casi siempre, el de los ídolos de todo género caídos. “Aprended flores de mí / cuánto va de ayer a hoy / que ayer maravilla fui / y sombra mía aún no soy”, canta la letrilla del cordobés don Luis de Góngora y Argote. ¿Cuántos Albertos hacen falta para una sola Cristina? La cotización, siempre en alza, sufre en estos días el aumento de una de una de esas pendientes ascendentes a cuales la pandemia nos acostumbró a adicionarles el epíteto épico de rutinarias. No solo el precio de las commodities parece haber caído, se constata, desde la última década y media, en los países latinoamericanos gobernados por las izquierdas y centroizquierdas. También la calidad intrínseca a la vez que el valor de mercado de sus liderazgos.

Incluso en las naciones sin commodities que vender, solo color local (in situ: turismo) o servicios (for export: médicos), como la caribeña isla de Cuba. Cuando en el fin de año de 1958 irrumpieron en las calles de La Habana las caravanas guerrilleras del primer ejército revolucionario de América, la imagen de Fidel Castro ya se había convertido en el icono que ahora es, y que sigue siendo. Ya era Fidel, un nombre de pila y una figura demasiado fácilmente caricaturizable por sus atributos. Su gorra, su barba, su cigarro, su verba florida. O la incambiable ropa deportiva de los años del final. A pesar de su muerte ya nonagenario, sigue omnipresente. Con un número entero del New York Times dedicado por entero a él a su muerte en 2016, con las cadenas de televisión mostrándolo con los papas Juan Pablo II, Benedicto XVI y por último, casi un triunfo personal, con Francisco, el papa jesuita y peronista, profesionalmente humilde y profesionalmente argentino como el Che.

Cuba sin Fidel y con Miguel parece una contradicción en los términos, una adivinanza en vísperas de disolución. Como la Nicaragua del inmortal Rubén, el poeta muerto cien puntuales años que Fidel, con un Daniel sombra en 2021 del Daniel de 1979. Aunque con una esposa poeta y política, Rosario Murillo, que se llama como se llamó una novia de Darío. Como la República Bolivariana de Venezuela sin el vociferante comandante Hugo pero con el gesticulante y cetáceo delfín Nicolás.  

En La Habana, en Managua, en Caracas, el sueño de la revolución hecha realidad fue ejemplar. Hoy resulta muy difícil de soñar para el exilio cubano insomne y desengañado en Miami, para los disidentes de la isla, para el gobierno electo norteamericano. Y aun, o sobre todo, para los herederos en el comunismo cubano, que saben que no son demasiados los años que separan al Castro muerto de Raúl, el Castro todavía vivo.

En 1959, Fidel era el jefe de la guerrilla que irrumpía triunfante en La Habana desde la virginidad de la Sierra Maestra. Cincuenta y siete años después, en 2016, iba a morir en la misma capital cubana. A sus 90 años de edad, aunque retirado del gobierno desde 2008, era el Líder Máximo indiscutido de la nación. Cuando murió en 2016, su sepelio fue anunciado para el 4 de diciembre por su propio Raúl Castro, su hermano y sucesor en la presidencia de Cuba, primer país comunista del hemisferio. En su obituario para la cadena británica BBC, el famoso periodista norteamericano Jon Lee Anderson sintetizó la figura del guerrillero y revolucionario cubano con la fórmula “el político más astuto del siglo XX”. El entonces presidente electo de EEUU fue más limitativo, más irrefutable, y más triunfalista. El republicano Donald Trump tuiteó: Fidel Castro is dead! Hoy su sucesor n°46 en la Casa Blanca, el demócrata Joe Biden, al revés, viviría como una derrota, o como un problema más de aquella clase que más le molestan -porque se sabe tan inidóneo como impotente frente a ellos-, antes que con gorjeante regocijo, las muertes de Miguel, Daniel, o Nicolás. Y ni hablar de las de Cristina, Alberto, Evo, o Lula.

Las soledades selváticas de la guerrilla habían apartado para siempre a Fidel del profesionalismo de la vieja clase política, cubana y americana, y, finalmente, de todo profesionalismo. También, de su pasado de joven burgués y privilegiado. Junto con el argentino Ernesto Guevara Lynch (el Che), dio prueba de una inesperada fe en las transmutaciones alquímicas: los guerrilleros, aunque clasemedieros en su origen, habían sido proletarizados por las privaciones en la jungla. Cuando llegaron –como siempre llegan– las alianzas con los políticos de la ciudad, Fidel y el Che explicaron que eran puramente tácticas, y que dejarían de existir apenas se convirtieran en freno para la Revolución. Fidel Castro sería Fidel cuando era el mito inmarcesible, y Castro cuando era el gobernante obligado a compromisos.  

La endémica venalidad que había caracterizado a la política cubana anterior a la Revolución explicaba –al menos en buena parte– las ideas de la triunfante guerrilla castrista. Querían para la isla una vuelta al estado de Naturaleza. O un estado de Gracia con radicalidad utópica. La soberanía política o la reforma social y económica quedaban como pálidas ambiciones para un fondo sobre el cual se destacaría la gran creación revolucionaria, el Hombre Nuevo. Un hombre libre de ambición personal y de codicia material, que llevaría una vida justa en una comunidad justa sobre un suelo libre. 

La Revolución Cubana triunfante en 1958 introdujo cambios verdaderamente radicales en la isla. Aunque no fueran siempre los que esperaban los insurrectos en su lucha. El primer presidente revolucionario, Manuel Urrutia, tuvo que renunciar; el comandante Huber Matos, héroe de la guerrilla, fue encarcelado por traición cuando se sintió traicionado.  

Los sospechosos de haber apoyado al anterior dictador, el impresentable Fulgencio Batista, fueron sumariamente juzgados y más velozmente ejecutados por tribunales del pueblo que resultarían sospechosos a un jurista melindroso. No se convocó a elecciones: desde el triunfo revolucionario hasta 2016, el pluripartidismo fue la bestia negra de Fidel Castro.  

El sindicalismo pasó a estrechar sus lazos con el Estado y el gobierno. Desde un comienzo, la Revolución, sin remilgos, no se privó de recurrir a medidas con las que gobiernos latinoamericanos de todo signo habían seducido a los trabajadores: aumento general de salarios y control de precios.  

El resultado de la suma de estas políticas lleva a la Cuba de hoy. El entusiasmo revolucionario se enfrentó a la economía. La reforma agraria se convirtió en ley y grandes latifundios de una isla que no conseguía escapar del monocultivo azucarero se convirtieron en cooperativas; empresas, bancos e industrias fueron nacionalizados.  

Febrero de 1960 fue un mes clave para el futuro de la isla y para estigmas que duran hasta el presente. El encargado de negocios soviético Anastas Mikoyan viajó a Cuba y ofreció en nombre de líder del Kremlin, Nikita Kruschev, la compra de cinco millones de toneladas de azúcar en cinco años. Y además, un préstamo de cien millones de dólares para adquisición de tecnología en la Unión Soviética.  

Esa visita oficial auspiciada por Castro marcó que ya nada habría de ser como había sido hasta entonces en América Latina. Cuba había adoptado el comunismo como modelo declarado del Estado y de la economía.  

Tales milenarismos suelen traer todo resuelto. El prototipo del Hombre Nuevo era el guerrillero. Tendría su figura de mártir en el Che. En cambio, Fidel fue, y siguió siendo aún hasta hoy, ya muerto, un Cristo resucitado sin crucifixión, un mito sin martirio y sin calvario.  

Fines tan elevados conferían de por sí su legitimidad al gobierno surgido de la Revolución. “El hombre del siglo XXI somos nosotros mismos”, decía el Che con ese candor que le haría ganar el respeto de tantos adolescentes en todo el mundo occidental y oriental, un fervor que con los años sería menos ideológico y más temperamental. Como icono fotográfico, el Che empezó a parecerse al buen mozo con algo fatal y sombrío de un pasado añorado pero irrecuperable, al beatnik Jack Kerouac, a un James Dean del Boulevard de los sueños eternamente rotos. Castro llegó a la era de la televisión: como en la Cuba de hoy, es en colores y no en blanco y negro. Aunque el color de Migueles, Danieles bis, Nicolases y Albertos parezca ser el el de la medianía, el gris y el cuchicheo.

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