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El foco desviado

El exdiputado Alberto Rodríguez en imagen de archivo

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En las semanas previas a la invasión de Irak en 2003 la Administración Bush logró imponer a gran parte de los periodistas que nos encontrábamos en Bagdad una agenda bastante ridícula, que nos alejaba del asunto principal que allí se fraguaba. Washington insistía en la necesidad de que los inspectores de Naciones Unidas comprobaran el alcance de los misiles Scud que poseía Irak, como si de ello fuera a depender la posibilidad de evitar la invasión militar, cuando ésta ya estaba decidida.

De ese modo durante semanas muchos medios de comunicación, siguiendo el hilo de lo que lanzaba el Gobierno estadounidense, se centraron en hablar de ojivas, muelles y alcance de unos misiles iraquíes, obligándose a erigirse en repentinos expertos en cuestiones armamentísticas. En Bagdad los inspectores de Naciones Unidas recorrían a diario nuevos terrenos, explorando en la búsqueda de unas armas de destrucción masiva que habían sido destruidas con la supervisión de personal de la propia ONU años atrás.

El paripé era de dimensiones colosales, pero no hubo forma de evitarlo. Al reducir todo a cuestiones técnicas armentísticas de las que solo los expertos en la materia sabían realmente, la propaganda de George W. Bush y su equipo logró introducir dudas en ciudadanos bienintencionados que se admitían a sí mismos que de misiles Scud en particular y de armas en general sabían poco o nada. El foco quedó desviado y la foto completa, la del impulso unilateral de una invasión ilegal, fue evitada en muchos escenarios de debate público, político y mediático.

Aquella mecánica tramposa viene a mi cabeza estos días en los que un solo testimonio frente a la ausencia de pruebas ha servido para que el Supremo condene al hasta ahora diputado Alberto Rodríguez, y para que la presidenta del Congreso altere la representación popular retirándole el acta, sin que dicha condena así lo establezca.

No voy a entrar en las consideraciones jurídicas excelentemente explicadas estos días de atrás por numerosas personas expertas como Pérez Royo, Martín Pallín o Joaquím Bosch, entre otros. Pero sí apelaré a abrir el foco, a no quedarnos en las cuestiones meramente técnicas que nos limitan a hablar de muelles, ojivas y longitudes o de criterios e interpretaciones jurídicas con las que algunos pretenden que acatemos sus consideraciones y no nos atrevamos a preocuparnos por los derechos fundamentales. 

Porque lo cierto es que, se mire por donde se mire, la presidenta del Congreso ha incumplido sus funciones al quitar el acta de diputado a Alberto Rodríguez sin que el Supremo así lo explicitara. La médula espinal de un Estado de derecho es la protección de sus tres poderes, su separación. Hemos asistido en directo a la intervención del judicial en el legislativo, y para ello Marchena ha contado con la sorprendente complicidad de Meritxell Batet, quien solo ha prestado atención a lo inmediato -con falta de rigor- sin reparar en el mensaje simbólico que tenía entre manos y que formará parte notable de su biografía política.

La condena contra Rodríguez fue en primera y única instancia, sin posibilidad de revisión, con un único testimonio de un policía al que el Supremo dio total credibilidad a pesar de que su declaración no ofrecía los mínimos requisitos para romper la presunción de inocencia del ahora ya exdiputado. Los acontecimientos en las calles durante esta última década han dejado claros ejemplos de cómo testimonios de agentes policiales eran rebatidos por pruebas audiovisuales contundentes, lo que añade más margen de duda al caso que nos ocupa.

El presidente de la Sala Segunda del Supremo que ha condenado a Rodríguez, el magistrado Marchena, es el protagonista de aquél famoso whatsapp del entonces senador del PP Ignacio Cosidó, quien aseguró que este juez ayudaría al PP a “controlar la Sala Segunda (la Sala de lo Penal) desde detrás”. Marchena fue también el primer impulsor de una sentencia contra el expresidente del Parlamento Vasco, Juan María Atutxa, por la que ocho años después Estrasburgo condenaría a España por haber vulnerado el derecho a un juicio justo.

En un periodo en el que la derecha usa el poder judicial para conseguir lo que no obtuvo en las urnas, en el que las amenazas a ciertos derechos y libertades son claras, en el que activistas, periodistas, tuiteros, artistas y políticos han recibido condenas por expresarse y manifestarse, la carga simbólica de cooperar con una sentencia que despierta dudas más que razonables, y de aumentarla para ejecutar lo que ésta no dice, es gigantesca. La bofetada se la lleva Rodríguez, pero la recibe también la ciudadanía, que tiene en la elección de sus representantes parlamentarios una de sus principales herramientas de participación democrática.

“Si yo no me apellidara Rodríguez y no fuera de familia obrera, ¿me habrían quitado el escaño? ¿Qué hubiera pasado si tuviera un apellido compuesto?”, se ha preguntado el ya exdiputado de Unidas Podemos, consciente de las dobles varas de medir existentes en el poder judicial y mediático. Cuando llegó al Congreso en 2016 sectores políticos y periodísticos se carcajearon de sus rastas y difamaron sobre su olor corporal, dando inicio a un proceso de deshumanización que culmina ahora.

Lo ocurrido traslada la idea de que hay ciertos dominios que alargan su influencia más allá de lo que la propia separación de poderes les confiere. Emite el mensaje de que quienes deben proteger los derechos pueden doblegarse ante la voz del que más intimida. De la presidenta del Congreso cabía esperar mayor altura de miras en un momento en el que nuestro país necesita determinación en la defensa de los derechos y la cultura democrática, amenazados claramente por varios frentes.

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