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El Gobierno tiene que pasar a la ofensiva

Pedro Sánchez y Felipe VI en 2019.

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La situación política no puede seguir degradándose. Y menos al ritmo al que lo está haciendo en las últimas semanas. Porque de lo contrario, se camina hacia el descontrol y puede que al desastre. El Gobierno tiene que dar un golpe de timón. Porque es el único que tiene los instrumentos para intentar cambiar las cosas, aunque a veces no lo parezca. No es tiempo de contemplaciones o de apaños y menos de discusiones bizantinas en los tiempos que corren. Los riesgos son demasiado grandes para seguir haciendo lo mismo.

La crisis de la jefatura del Estado es un hecho incontrovertible. Y quien diga lo contrario no se entera. O no quiere enterarse. Los delitos de Juan Carlos I van a arrastrar inevitablemente a su hijo a menos que se cambie radicalmente la manera en que se está intentando protegerle.

Si a estas alturas de nada vale recordar que el emérito fue un personaje fundamental de la Transición -empieza a sonar hasta ridículo-, tampoco sirve ya insistir en que Felipe VI se ha separado de su padre, que incluso le ha castigado retirándole la asignación. Porque el escándalo ha ido demasiado lejos como para que sirvan esos paños calientes. Porque insistir en esa excusa podría hasta terminar implicando al hijo en las tropelías de su padre. La gente no está para ejercicios de comprensión benevolente.

Parece que el Gobierno ha frenado la inspección fiscal hasta que el abogado del emérito ha presentado la declaración complementaria a Hacienda. Y que antes instrumentó su salida de España para quitarle problemas. Ahora tiene que abandonar esa línea política y dejar caer a Juan Carlos I. Diciéndolo claramente y anulando todas las redes de protección que en torno a él ha venido tejiendo. Puede que sea una salida peligrosa porque la derecha se lanzará al cuello de Pedro Sánchez. Pero no hay más remedio que emprenderla sin ambages si se quiere evitar que la situación empeore.

Y tiene que hacer algo más. Dejarse de medias palabras y decir abiertamente que, en estos momentos, como en los últimos 40 años, la monarquía es la forma de estado que más conviene a esta España tan convulsa y dividida. Y que la república, por mucho más democrática que sea la idea, sólo serviría, al menos en un horizonte previsible, para provocar un caos bastante mayor del que actualmente se vive.

Hablar así de claro, para que lo entienda todo el mundo, seguramente provocará reacciones negativas muy fuertes en el seno de la izquierda y de algunos nacionalismos. Pero hay que correr ese riesgo, convencido de que tiene fuerza para salir airoso de esa prueba.

De esa manera, el Gobierno demostrará que quiere mandar cueste lo que cueste, algo que a veces no ha estado del todo claro en los últimos tiempos, cuando ha dado la impresión de que lo que ha querido es salir del paso sin mojarse demasiado. Y, claro está, para ello es también preciso que los dos socios de la coalición, el PSOE y UP, expliciten sin ambages y de la manera mas contundente posible que están juntos en el empeño, abandonando durante un tiempo, el que haga falta, un debate interno sobre temas de orden secundario que en estos momentos está fuera de lugar y que sólo sirve para alimentar la demagogia y la mentira de la prensa de derechas.

Esta nueva firmeza ha de apoyarse en una mayoría parlamentaria que a veces parece que no vale para mucho, cuando sigue siendo un dato fundamental de la situación política. Con esos mimbres no sólo se habrá de hacer frente a la crisis institucional que ha provocado Juan Carlos I, sino también a la ofensiva desbocada que está protagonizando la derecha. Tanto Vox como el PP.

Ambos, a veces compitiendo, otras apoyándose -¿en qué ha quedado la vocación centrista que decía tener Pablo Casado?- únicamente pretenden desestabilizar la situación. Cuanto más mejor. Vox, porque ha nacido con ese propósito. El PP porque parece que ha decidido que ese es su único camino posible. Porque es incapaz de cualquier otra cosa. La hipótesis de que dentro del partido hay gente que piensa de otra manera es cada vez más inconsistente. Porque su silencio los anula y porque cuando hablan dicen las mismas barbaridades y mentiras que sus líderes.

Ni el PP ni Vox van a parar en esa ofensiva. Los unos seguirán negándose a pactar la renovación del poder judicial y apoyar cualquier iniciativa que según Casado sirva para reforzar a la izquierda. Vox, después de haber lanzado a los militares franquistas a la palestra, debe de estar preparando algún nuevo número.

Hay quien ha dicho que la situación recuerda a la de los años 30. No es verdad. Porque la calle está desmovilizada y entonces ardía. Porque en ese tiempo tanto la derecha como la izquierda estaba armada y disparaba. Pero hay un punto de coincidencia: el de que ha vuelto a surgir, tras más de 40 años de silencio, la realidad de las dos Españas, enfrentadas e irreconciliables. Ese espanto es fundamentalmente mérito de esta derecha, mediocre e inepta, pero dispuesta a todo.

No es el mejor momento para que el Gobierno revierta esa dinámica. La angustia y el desconcierto, cuando no la irritación, que provocan la pandemia y la crisis económica afectan demasiado al estado de ánimo de la población como para que se pueda pensar que los clásicos llamamientos a la cordura puedan dar grandes resultados. Tal vez ese tipo de intentos deberían venir después de una ofensiva decidida contra la demagogia de la derecha y también, y de manera preferente, contra los desmanes de los medios de comunicación que están con ella. Sin medias tintas, sin temores, con disposición a arriesgar contrataques que pueden ser muy fuertes. 

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