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Lo de Grecia puede terminar muy mal para todos

Carlos Elordi

Sea cual sea el resultado de la cumbre europea de este domingo, Grecia está condenada a abandonar el euro. Aunque abiertamente lo dicen muy pocos, esa es la conclusión de todos los análisis. La vuelta al dracma, o a una moneda provisional, podría producirse dentro de pocos días si la UE rechaza la petición de rescate que ha presentado Alexis Tsipras. O tendrá lugar dentro de unos meses, cuando se agoten los efectos de esa ayuda. O algo más adelante. Pero es una salida ineluctable. Lo saben todos los gobernantes europeos. Pero como todos temen las consecuencias que tendrá lo que algún gracioso ha llamado el “Grexit”, han montado un teatro para que la gente se crea que existen soluciones alternativas.

Grecia saldrá del euro porque en las condiciones actuales su economía no puede recuperarse, es incapaz de normalizar mínimamente su situación en los mercados financieros y de atraer inversiones extranjeras para crecer. Como consecuencia de ello, está abocada a seguir endeudándose y a ahondar el agujero en el que está metida. Va contra la lógica que la UE siga apoyando eternamente esa línea. Solo un cambio radical de la política económica europea, que acabara con la austeridad en todos los países el continente, podría abrir un horizonte distinto. Pero los que mandan en Europa no están, ni de lejos, dispuestos a explorar esa vía. Sobre todo por razones políticas, la mayoría de ellas de orden interno, empezando por una Angela Merkel que manda mucho en la UE pero cuyo único plan es seguir tirando día a día sin mover un ápice sus planteamientos.

La UE está viviendo el peor momento desde su fundación. El proyecto común no solo se ha parado sino que va hacia atrás. Los intereses nacionales, tanto los alemanes o la finlandeses, como los españoles, los franceses o los españoles, dominan todos sus movimientos. Desde hace mucho tiempo no hay nada parecido a una política común. Los fracasos se suceden. El más sangrante ha sido su incapacidad para encontrar una solución mínimamente ambiciosa y humana al drama del flujo de emigrantes y refugiados que llega del sur y del sureste y que va a seguir llegando. Pero, además, Oriente Medio arde cada vez con más fuerza a las puertas de la UE y los líderes europeos no tienen otra cosa que decir que los islamistas radicales son muy malos y peligrosos. Y luego está la ofensiva de Vladimir Putin en Ucrania, que no ceja ni va a cejar, mientras tiemblan los países del antiguo bloque soviético y Alemania, por su cuenta, trata de acercarse a Rusia.

El último ridículo europeo ha sido el referéndum griego. Con el mismo, Tsipras seguramente sólo ha conseguido mayor fuerza política interna –que se verá si se mantiene si la situación económica griega empeora-, pero de rebote, y sin que eso le confiera mucho capital político, ha dado una bofetada a todos los grandes de Europa. Que parecieron creerse que la votación del domingo pasado iba a acabar con Tsipras, que se repartieron la piel del oso heleno cuando no tenían capacidad alguna para cazarlo. Pero nadie ha dicho que se ha equivocado, empezando por el trilero de Jean Claude Juncker, que en una UE mínimamente seria y honrada nunca habría sido nombrado presidente del Consejo Europeo.

Para colmo, en todos los países comunitarios crece la contestación interna. No sólo la más radical, que abraza banderas tan distintas como la del Front National francés o la de Podemos –unidas por el rechazo de la política de austeridad y del dominio de los oligopolios financieros-, sino también la más amplia de la mayoría de los ciudadanos europeos, para los cuales Europa es cada vez más un sinónimo de dificultades, complicaciones y estrecheces.

No se puede pedir altura de miras a los políticos que dirigen la suerte de la UE, porque individualmente carecen de ella, porque llevan demasiado tiempo únicamente dedicados a la gestión cicatera del día a día y porque todos ellos están atrapados por sus condicionantes electorales internos. El gran cambio que necesita Europa no puede salir de esos colectivos. Y sin un cambio sustancial de la política económica, el problema de Grecia es insoluble dentro del euro.

Lo más probable es que la cumbre de este domingo en Bruselas concluya con una resolución que oculte esa realidad. Y que haga todos los apaños posibles para que los mercados financieros no crean que el desastre está a la vuelta de la esquina. En eso radica el “suspense” de la reunión. Pero haya o no rescate para Grecia, ese desastre va a llegar. Basta comprobar la unanimidad que al respecto existe entre todos los asesores financieros que se atreven a expresarse en la prensa especializada.

El cuando y el cuanto del mismo son las incógnitas del momento. El primero depende de elementos que aún no se han verificado. Mariano Rajoy y los suyos, aparte de seguir jugando a que engañan a alguien, cruzan los dedos para que la cosa se alargue hasta después de las elecciones generales españolas. Sobre el cuanto hay opiniones distintas, pero, en general, se cree que una salida de Grecia del euro será bastante más dolorosa para el conjunto de lo que pregonan la mayoría de los líderes europeos.

El crack que está sufriendo la bolsa china, la posibilidad de que las conversaciones de Viena sobre el desarme nuclear iraní terminen fracasando y las dificultades crecientes que están padeciendo los llamados “países emergentes” puede agrandar esos efectos. Por eso Barack Obama no deja de presionar a los líderes europeos para que busquen soluciones. Porque si todas esas minas estallan al mismo tiempo, la situación se puede poner muy fea. Con toda la pasión que provoca, Grecia no es sino un capítulo muy secundario de la crónica de cómo el mundo tiene que hacer frente al rebote de la crisis que empezó en 2008, con Lehman Brothers. Pero puede ser también la chispa que haga arder el granero.

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