Guerras que nadie puede ganar
Hay guerras que no se pueden ganar. Por mucho que uno y otro bando piensen que la razón y la justicia están de su lado y por mucho que la carnicería se prolongue en el tiempo. Así lo entendieron hacia el año 1269 antes de nuestra era el faraón egipcio Ramsés II y el rey de los hititas Hattusili III. Tras décadas de feroces combates, los dos monarcas terminaron asumiendo que no podrían desfilar victoriosamente por la capital del contrario, y rubricaron sobre tablillas de arcilla el primer tratado de paz puesto por escrito de la historia de la humanidad. La ONU rinde homenaje al llamado Tratado de Qadesh con una reproducción en bronce en su sede neoyorquina.
Cubrí para El País una de esas guerras que ningún contendiente puede ganar, la que enfrentó durante ocho años al Irak de Sadam Hussein y el Irán de Jomeini. Tras haber viajado a varios de los frentes de aquella matanza, yo estaba en Teherán el día de agosto de 1988 en que Jomeini aceptó el alto el fuego sin ganancias para nadie propuesto por la ONU. Recuerdo perfectamente que el ayatolá subrayó que lo hacía con gran amargura: culpabilizaba a Sadam del comienzo de las hostilidades, y en esto tenía razón. Aquella conflagración de trincheras, tan semejante a la I Guerra Mundial, se saldó con un millón de muertos y dos millones de heridos.
Estoy retomando la reflexión que, el pasado lunes, hizo Isaac Rosa en este diario sobre una cumbre internacional recién celebrada en Múnich, en la que, pese a su lema, Construir la paz a través del diálogo, solo se habló de fabricar más armas y de enviar más armas a Ucrania, tal y como reclamaba Zelensky. A nadie, al parecer, se le pasó por la mollera sugerir que quizá fuera bueno comenzar a trabajar por un alto el fuego en la guerra entre Kiev y Moscú, que este fin de semana cumplirá dos años.
Vivimos tiempos particularmente quisquillosos, así que, antes de proseguir, me veo obligado a aclarar que detesto a Vladimir Putin desde siempre, desde mucho antes de que invadiera Ucrania. Es un autócrata empeñado en restablecer el imperio de los zares y, precisamente como los zares, capaz de asesinar a sus opositores sin pestañear; véase lo que le ha ocurrido a Nalvani y tantos otros. Pero mi aversión a Putin no me lleva a compartir el belicismo optimista dominante en las élites occidentales.
Ni apoyado por Estados Unidos y sus edecanes europeos, Zelensky puede terminar militarmente con Putin. No lo veo presidiendo la parada triunfal de sus tropas en la Plaza Roja. Y es que, a diferencia de Hitler, con el que algunos le comparan, Putin tiene la bomba atómica. Si el Ejército Rojo pudo acorralar a Hitler en su búnker de Berlín y aplastarle allí como a una cucaracha, fue porque los ingenieros del Führer no habían conseguido hacerse aún con el arma nuclear.
Cualquier comparación del conflicto ucraniano con la II Guerra Mundial es absurda. El arma nuclear lo cambió todo: el país que la tenga puede amenazar con usarla si se ve al borde de la derrota bélica. Lo lleva diciendo desde el comienzo del conflicto ucraniano ese viejo sabio que es Noam Chomsky. Rusia no puede adueñarse de toda la Ucrania de Zelensky porque Estados Unidos, que tiene la bomba, no lo permitiría. Pero Ucrania, Estados Unidos, la OTAN y el Sursum Corda tampoco pueden abatir a sangre y fuego a Putin porque este también tiene la bomba.
Así que quizá haya llegado el momento de que los dirigentes occidentales le den vueltas a una fórmula tan vieja y tan útil como el Tratado de Qadesh. La humanidad inventó la diplomacia para eso, para resolver conflictos sin tener que derramar más sangre. Se trataría de imponer un alto el fuego y la apertura de unas negociaciones en que las partes estuvieran acompañadas por los principales actores internacionales. Sin necesidad de que nadie renunciara a la soberanía de nada, la situación sobre el terreno quedaría como en el momento en que callaran las armas. ¿Durante años, durante lustros, durante décadas? Quizá sí, así está Corea desde 1953, ¿no?
De la cumbre de Múnich comentada por Isaac Rosa, solo retuve como potencialmente positiva la idea de que Europa adquiera su independencia militar en relación a Estados Unidos, tímidamente enunciada por el canciller Scholz. Si es para que Europa se emancipe intelectual, política y moralmente del imperio, la idea puede ser interesante. Hablando en plata y sobre cosas de la actualidad, para que, por ejemplo, tenga una voz propia y conforme a sus principios y valores fundacionales ante la espantosa matanza que Israel lleva semanas cometiendo en Gaza. Para que tenga el valor de, diga lo que diga el decrépito inquilino de la Casa Blanca, sancionar diplomática y comercialmente a Netanyahu si no acepta un alto el fuego inmediato.
En cualquier caso, para los civiles de a pie, siempre es mejor una mala paz que una buena guerra. Se lo dice alguien que ha cubierto unas cuantas.
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