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Los guionistas de un debate ineludible

La monarquía necesita un nuevo libreto en la hora del relevo.

Iñigo Sáenz de Ugarte

La abdicación ha sido un buen golpe de efecto para la monarquía. Como esas series de televisión que se prolongan durante temporadas tan sólo por inercia, la Casa Real ha necesitado un inesperado giro de guión para recuperar la atención de los ciudadanos. Ha habido que cargarse al protagonista, un recurso que denota una cierta desesperación, con la confianza en que el sustituto dé lugar a nuevas tramas que despiertan el interés de la audiencia y de los anunciantes.

No ha sido lo que en inglés llaman “jumping the shark”, un acontecimiento tan imposible de creer que desafía la credulidad del espectador más dócil. El guionista pisaba terreno seguro. El príncipe es todo lo que no es su padre: no es viejo, no está enfermo, no ha recibido préstamos (ustedes me entienden) de las monarquías petroleras del Golfo Pérsico, no ha sido elegido por Franco, no ha tenido relaciones con princesas alemanas, no pertenece a una época en que las cosas se contaban en blanco y negro.

Pero, como ocurrió en 'Perdidos', un arranque espectacular de una nueva temporada puede dar lugar muy pronto a la repetición de los trucos que ya habían perdido todo su gancho. Y no se debe descartar algo peor. Los guionistas pueden perder la cabeza y, al no poder volver a cargarse al protagonista, hacer que aparezca el tiburón. En el caso que nos ocupa, intentar que el nuevo rey sea lo que no puede ser un monarca constitucional en Europa occidental: un actor activo del sistema político que se implique en los debates públicos, que tome partido por unas posturas políticas frente a otras y que por tanto pierda la neutralidad que es requisito imprescindible de su posición.

Es algo que no terminan de entender algunos de los exégetas de la Corte que desde las páginas de El País, El Mundo y ABC han celebrado la abdicación, después de pasarse un año negando escandalizados que fuera necesaria, y han alentado al futuro Felipe VI a que tenga un rol muy activo a la hora de encontrar soluciones a los problemas que aquejan al sistema político. Algunos han perdido directamente la cabeza sin saber que un monarca no puede ser un presidente de la República ni siquiera cuando en el plano formal sus funciones no son tan diferentes.

Deberían saber que en el Reino Unido hay periodistas y políticos muy preocupados por el futuro de la monarquía a causa de la tendencia del príncipe Carlos de inmiscuirse en el trabajo de algunos ministerios en los asuntos que le son de particular interés. El hecho de que no se trate de los temas que más preocupan a la opinión pública (por ejemplo, no soporta la arquitectura moderna) no convierte el asunto en menos grave. Por eso, a Carlos se le ha llamado “una bomba de tiempo” o, en el caso del periodista e historiador conservador Sir Max Hastings, el mayor peligro para la supervivencia de la monarquía si persiste en su actitud intervencionista. Y es bastante probable de que eso ocurra porque reyes y príncipes no están acostumbrados a que les digan que no.

No hay que ser un genio para saber que en el momento en que Felipe VI intente implicarse de forma activa en un debate que provoca divisiones profundas entre españoles (¿Cataluña?, ¿la crisis económica e institucional?), habrá perdido toda legitimidad como símbolo de unidad. Esos debates han llegado a tal nivel de gravedad precisamente porque polarizan a la gente en posiciones radicalmente diferentes. Nada que no se pueda solucionar, o al menos intentarlo, en las próximas elecciones, pero ahí nos encontramos con el problema de partida con la institución monárquica, ya que su legitimidad no pasa por las urnas.

La encuesta que este domingo publica eldiario.es ofrece un cierto alivio a los partidarios de la monarquía en España, entre los que desde hace unos días hay que incluir a todos los dirigentes del PSOE, que no hacen más que confundir Constitución (y democracia) con monarquía, precisamente cuando hasta en sectores conservadores se reconoce ya sin disimulos que el sistema político puesto en marcha en 1978 ya no da más de sí.

El debate no está cerrado. De hecho, es ahora cuando acaba de comenzar. Otros sondeos en los que los monárquicos eran más que los republicanos también han destacado que cada vez son más los ciudadanos que quieren que se les consulte sobre la cuestión. No necesariamente para votar a favor de la república, pero sí para tener voz en una cuestión capital.

Los partidos que reclaman reformas profundas en el sistema político han recibido un fuerte impulso en las elecciones europeas. Los dos grandes partidos que se han resistido a cualquier intento al respecto han perdido millones de votos. Los dirigentes socialistas alérgicos a los cambios o que los piden con escasa convicción van de derrota en derrota hasta no se sabe aún muy bien dónde. El PSOE hace dudar con su atropellado camino de las últimas semanas de que pueda disfrutar de algún tipo de suelo electoral. Si la pérdida de votos se convierte en hemorragia, ¿llegará el momento en que por una simple cuestión de supervivencia tendrá que renunciar a ser la pata pequeña que sostiene a un sistema político desacreditado? ¿Se conformará con ser la muleta desvencijada de los conservadores como ha terminado ocurriendo en Navarra?

La evolución de este debate dependerá mucho de la actitud de la izquierda que quiere la república. Si al defender esa reivindicación, lo que refleja es su voluntad de que se instaure una nueva edición de la Segunda República, convertirá esa idea en patrimonio de la izquierda y sólo de la izquierda. No tendrá los votos necesarios para que salga adelante. Esta vez no habrá un Ortega y Gasset o un Miguel Maura que se les una, a menos que Felipe VI se comporte como Alfonso XIII. Una estrategia política que lo fía todo a que el rival actúe como un idiota nunca te lleva muy lejos.

La pasión democrática que anime este debate no puede ser la que recuerda la tragedia de los años 30 en una Europa muy diferente, cuya locura homicida se llevó por delante a la República española y a decenas de millones de personas en todo el continente.

Esa pasión tampoco puede encontrarse en el sistema político iniciado en 1978, como quedó patente cuando la gente comenzó a salir a la calle para pedir lo que creían tener y que habían descubierto que se les estaba negando. “Decidir de forma democrática el modelo de Estado va mucho más allá de la elección entre república y monarquía y conecta con un deseo constituyente que ha ido creciendo a lo largo del ciclo abierto por el 15M”, escribió no hace mucho Nico Sguiglia, que pidió que se dirija “el imaginario colectivo hacia un futuro ilusionante y no hacia pasados mejores”.

La batalla que está pendiente es la que tiene que ver con república y monarquía, pero también con sanidad, educación, justicia e igualdad. Necesitamos guionistas para ese futuro que sean mejores que los que creen que cambiando un solo protagonista de la trama la serie tendrá un final feliz. No más tiburones saltando ni imágenes en blanco y negro como fuente de legitimidad.

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