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No hace maldita falta

Multitudinaria concentración en Colón en defensa de la Constitución y de la unidad de España.

Elisa Beni

La única sorpresa para mí en este viernes negro fue escuchar a Rajoy anunciar, junto a los ceses previstos tras la aprobación del artículo 155, la disolución del Parlament y la convocatoria inmediata de elecciones para el día 21 de diciembre. Nadie había previsto ese giro que, me dicen, fue pactado previamente con el PSOE. Un giro inteligente. Un giro que inhabilita muchas de las críticas efectuadas al uso del artículo de la Constitución previsto especialmente para este caso inaudito. Bien jugado. Después de vivir conteniendo la respiración los instantes que parecieron conducir a Puigdemont a ahorrarnos la agonía que finalmente tuvimos que vivir, el Estado le devuelve como un boomerang el gesto que él no hizo. Ningún analista, y he debatido estas semanas con los mejores del país, había previsto este giro bien gestado, aunque no guste a los halcones de ninguno de los bandos.

Los constitucionalistas establecieron en diversos estudios, años antes de que se presentara el caso concreto del procès, que, para ser constitucionales, las medidas adoptadas al amparo del 155 tenían que seguir los principios de gradualidad, necesariedad (solo las estrictamente necesarias pero todas las necesarias) , proporcionalidad, adecuación, transitoriedad, concreción y de menor intervención de los derechos autonómicos. Al final, en mi opinión, el tira y afloja con el sector duro y el estrecho marcaje por parte de los socialistas ha producido una habilitación al gobierno que sí cumple a priori con tales extremos. El hecho de que las elecciones se produzcan inmediatamente mejora una situación que ya de por sí era compleja, incluso para los encargados de su aplicación. La retirada de la intervención de los medios de comunicación públicos catalanes también ha suavizado en gran medida el panorama.

También fue una medida inteligente y ponderada el no interferir en las celebraciones de la ilusoria independencia y el no dar importancia a hechos y manifestaciones que ningún mal real producen.

Sólo veo una nube en el horizonte de la aplicación de la coerción legal del Estado a la insurrección institucional de Catalunya, para una legítima defensa de la legalidad constitucional, y es la probabilidad, por no decir la certeza, de que se vaya a proceder a forzar los límites del derecho penal para intentar encajar en él una represión que muchos han jaleado incluso en las plazas de Madrid. Me duele y me sonroja y me abochorna el oír a la muchedumbre exigir que este o aquel ingresen en prisión. Son reminiscencias de tiempos oscuros. La Justicia no puede funcionar a golpe de proclama y es una osadía poco democrática exigírselo.

Aún así no me cabe duda de que a partir de lunes se van a intentar forzar las lindes del Derecho Penal para encajar en el delito de rebelión los hechos a los que hemos asistido estupefactos estos días. Sucede que la redacción del tipo penal del delito de sedición deja bien claro que debe tratarse de un “alzamiento violento”. He hablado con fiscales y juristas de los altos órganos que me han intentado explicar el giro técnico por el que se encajarían los hechos de la declaración unilateral de independencia -o de su enésima representación, que para todo hay opiniones- en el delito afirmando que la violencia puede ejercerse también como coacción moral. He  intentado digerirlo. Me han hecho ver la jurisprudencia emanada del 23-F en la que realmente, me dicen, tampoco hubo más violencia que unos empujones. No logro verlo. Es evidente que la coacción del 23-F se produjo por hombres armados que incluso dispararon. Lo cierto es que se va a forzar la máquina y se va a presentar una querella por rebelión. No deberían. No hace ninguna falta. Hasta la fecha Puigdemont y otros han cometido variados delitos de instrucción cierta y algunos de forma continuada: malversación, prevaricación, desobediencia, usurpación. El Estado de Derecho debería centrarse en lo que de verdad hay. Si algo nos ha dejado de cierto este conflicto es la constatación de la cantidad de ciudadanos que creen que la manipulación política de la Justicia ha prostituido tanto al Estado de derecho que éste ya no existe o bien es el propio de un sistema dictatorial. Nada más lejos de la realidad, pero no ayuda nada el empeño justiciero por forzar delitos y competencias y conseguir los tribunales más propicios para digerir unas demandas penales que son más políticas que técnicas. No hace maldita falta, de verdad.

Les he dicho que, de momento, los principios que rigen la aplicación del artículo 155 de la Constitución me parecen adecuados y no me gustaría que lo jodieran forzando un papel del derecho penal que no sea el propio. El Estado de derecho se diferencia de los insurrectos en que no precisa pisar ni una línea roja para hacer valer su legitimidad. Aquí, como en los tenebrosos tiempos que nos hizo vivir el independentismo vasco, los que vivimos bajo el paraguas de la ley no necesitamos mancillarla para triunfar. Toda la ley pero sólo la ley. Sin creatividad, con ejemplaridad.

Además de restablecer la legalidad es preciso devolver la confianza y sentar las bases para un futuro diálogo y un restablecimiento de la convivencia. Unos buenos cimientos nos asegurarán una mejor construcción del futuro. A pesar de los halcones.

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