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La herida

Vista del Valle de los Caídos

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No hay que ser un profesional sanitario para saber que las heridas –cualquier herida, desde un roce superficial hasta una laceración profunda- deben tratarse con todas las precauciones y cauterizarse debidamente, porque de lo contrario pueden convertirse en foco permanente de infección y en amenaza para la salud, cuando no para la vida misma, del paciente. Este principio vale tanto para el cuerpo biológico como para el social: una sociedad atravesada por una herida honda, como es el caso de España con la Guerra Civil, nunca podrá llevar una vida normal a menos que consiga tratar con acierto su traumatismo.

La Ley de Amnistía de 1977 y la Constitución de 1978 fueron, sin duda, hitos trascendentales en el camino a la reconciliación. Pero, como ha quedado demostrado, no bastaban para asegurar la cicatrización de la herida: había demasiados muertos en las cunetas –España es el segundo país del mundo con más desaparecidos después de Camboya, según cálculos de expertos-, había demasiados ciudadanos vejados por haber defendido la República, había decenas de miles de exiliados, muchos de ellos sobreviviendo en la precariedad. Mientras el franquismo había localizado y honrado a sus muertos y sembrado el país con placas de exaltación a los “héroes” del bando nacional, las víctimas de la dictadura parecían condenadas a desintegrarse en la tierra y el olvido. Los arquitectos de la Transición consideraron que, con la nueva Constitución democrática, lo que correspondía era “superar el pasado” y “mirar hacia adelante”. Pero, ¿podía mirar sin más al futuro un país lleno de fosas comunes, con parte de su población en el exilio y plagado de exaltaciones a los verdugos?

Mirar adelante es una propuesta atractiva. No solo apela al optimismo y puede dar resultados positivos en el corto plazo. También evita a muchos la incomodidad de enfrentarse al retrovisor. Los líderes de la Alemania de posguerra propusieron eso, mirar hacia adelante, en sintonía con la inmensa mayoría de los ciudadanos, deseosa de sobreponerse cuanto antes a los estragos de la guerra y cubrir con un manto de silencio sus complicidades con el nazismo. Sin embargo, en los años 60 surgió una poderosa corriente de intelectuales que obligó al país a mirarse ante su espejo y acometer un proceso contundente de desnazificación. Gracias a ese doloroso examen de conciencia, Alemania pudo construir un discurso colectivo en el que no caben medias tintas o equívocos sobre los valores democráticos.

En España, la situación revestía otras complejidades. A diferencia de Alemania, donde Hitler fue derrotado por los aliados, aquí Franco murió en la cama y su régimen fue blanqueado en los últimos años por EEUU. Varios ministros franquistas fundaron el partido que se convertiría en el más seguido de España junto al PSOE. Solo en 2002, casi tres décadas después del fallecimiento del Franco, el PP accedió a sumarse a una iniciativa parlamentaria sobre la dictadura. El texto señalaba en su primer punto, sin mencionar de modo expreso el franquismo, que “nadie puede sentirse legitimado, como ocurrió en el pasado, para utilizar la violencia con la finalidad de imponer sus convicciones políticas y establecer regímenes totalitarios contrarios a la libertad y a la dignidad de todos los ciudadanos, lo que merece la condena y la repulsa de nuestra sociedad democrática”. En el tercer punto instaba a las instituciones a brindar reconocimiento moral y apoyo a las “víctimas de la Guerra Civil” y de la “represión de la dictadura franquista”. Aunque la iniciativa no tenía categoría de ley y se había aprobado no en una solemne sesión plenaria del Congreso, sino en la más discreta comisión constitucional, desató, comprensiblemente, la euforia de políticos y medios de comunicación, que coincidieron en destacar la circunstancia de que por vez primera el PP participaba en una censura al franquismo y reconocía su carácter de dictadura.

Desde entonces, cada vez que surge un debate o alguna iniciativa progresista sobre el franquismo, el PP se remite a aquella proposición no de ley de hace 20 años para alegar que el partido ya “condenó la dictadura”, que lo hizo teniendo la mayoría absoluta en el Congreso -lo que denotaría un acto de generosidad por su parte- y que con ello da por zanjada esa etapa trágica de la historia de España. Se trata de un relato incompleto: si bien es cierto -y loable- que el PP se sumó a la iniciativa de 2002, hay que añadir que el Gobierno de Aznar no movió un dedo para desarrollarla, como se exigía en el propio texto. Que el Gobierno de Rajoy se desentendió de la Ley de Memoria Histórica aprobada por Zapatero en 2007 y suprimió durante su mandato las ayudas a las exhumaciones de víctimas del franquismo. Y que, en la etapa de Pablo Casado, se ha intensificado un proceso de revisionismo histórico que pretende establecer, en el mejor de los casos, descaradas equidistancias entre los bandos de la Guerra Civil. En poco más de dos semanas, el líder del PP ha descrito la Guerra Civil como “un enfrentamiento entre quienes querían democracia sin ley y quienes querían ley sin democracia” y se ha mostrado impasible cuando, en un acto de su partido, el exministro de UCD Ignacio Camuñas culpó directamente de la contienda al Gobierno de la República. Dos días después de este episodio, el portavoz popular en el Senado, Javier Maroto, intentó desmarcar a su partido de las palabras de Camuñas. Aludiendo a la proposición no de ley de 2002, afirmó que su partido “condena sin ambages la dictadura franquista” y todos los regímenes totalitarios de cualquier signo, a diferencia, dijo, de Pedro Sánchez. Veremos.

El martes pasado, el Consejo de Ministros aprobó el proyecto de Ley de Memoria Democrática, que reemplazará la Ley de Memoria Histórica impulsada en 2007 por Zapatero. La iniciativa refuerza el apoyo a las víctimas del franquismo –con un papel central del Estado en las exhumaciones-, abre la puerta a la disolución de las entidades que enaltezcan el franquismo, crea una Fiscalía de Sala en el Tribunal Supremo para valorar posibles investigaciones de crímenes, declara la nulidad de determinadas sentencias y condenas emitidas durante la guerra y la dictadura, emplaza a las administraciones a incluir la memoria democrática en los contenidos educativos de ESO, Bachillerato y FP y prevé dar un nuevo significado al Valle de los Caídos, entre otras cosas. Todas estas medidas siguen las pautas señaladas por la ONU y el Consejo de Europa dentro de las tendencias memorialísticas modernas que buscan afianzar los valores democráticos en la sociedad.

Casado ya ha anunciado que, si llega a la Moncloa, derogará la ley e impulsará en su lugar una Ley de Concordia, que, según dice, “ya está elaborada” y “aborda la convivencia en positivo”, signifique eso lo que signifique. ¿Por qué más bien, si tanto le interesa la concordia, no busca un acuerdo con el PSOE en torno a la iniciativa en curso? ¿Qué le disgusta del proyecto? ¿Que el Estado se ocupe de las exhumaciones, como lo hizo el régimen franquista con las víctimas del bando nacional? ¿Que los estudiantes aprendan a discernir con claridad entre una dictadura y una democracia? ¿Que el Valle de los Caídos deje de ser una afrentosa exaltación del golpismo? Si considera inapropiadas la disolución de entidades que exalten el franquismo, o la creación de la fiscalía de sala o cualquier otra medida, ¿por qué no busca una fórmula transaccional con el Gobierno en vez de anunciar la demolición de la norma?

Está visto que la herida sigue ahí. Que la Constitución del 78 no la cerró. Y que en los últimos años no ha hecho más que ensancharse, entre otras cosas porque la ‘generación de los nietos’ está empeñada en saber qué sucedió con sus abuelos. Así como sucedió en 2002, el PP podría sorprendernos una vez más y sumarse a la Ley de Memoria Democrática, propiciando si fuera el caso modificaciones en el texto que facilitaran el consenso. Si son sinceros al considerar que el franquismo fue una dictadura represiva, como recoge la proposición no de ley que apoyaron20 años atrás, podrían respaldar una ley que ponga definitivamente a esa dictadura y a sus víctimas en sus sitios respectivos de la historia, de modo que las futuras generaciones, al margen de ideologías, compartan unos fundamentos democráticos. Para darnos esa grata sorpresa, Casado tendría que olvidarse, al menos por un rato, de Vox.

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