Sobre héroes y fosas
Desde Arrugas, que narraba la experiencia de un anciano enfermo de alzheimer al ingresar en un geriátrico, Paco Roca siempre ha trabajado sobre la memoria y el olvido. Su nuevo libro aborda la memoria histórica y la lucha contra un olvido hecho a paladas, que constituyen nuestra historia oficial. Aquí, el tema de reflexión son 180 fosas comunes, las venas abiertas de la España asesinada, que perforan el cementerio de Paterna (en Valencia), con más de dos mil cuerpos de fusilados. Esta sensacional, conmovedora, apabullante novela gráfica, dibujada por Paco Roca y con guión del periodista Rodrigo Terrasa, se titula 'El abismo del olvido' (Astiberri, 2023), y remueve por dentro en cada página que se pasa.
Yo no puedo llevarle este libro a mi madre, me he ido diciendo, viñeta a viñeta, y deseando a la vez llevárselo, porque no solo explica nuestro pasado como país o, por lo menos, la parte de historia que nos ha tocado en herencia, sino porque además muestra la vida, lo que ha sufrido y sentido tantísima gente de su generación. Son muy mayores, y cada vez faltan más. Son los huérfanos de la guerra. De lo que sucedió en la retaguardia y lo que ocurrió luego, cuando Franco proclamó el día de la Victoria, y así inauguró su larga y sanguinaria dictadura. De modo que no son solo huérfanos y huérfanas de una guerra, sino también de la venganza sin límites, del implacable odio, del afán aniquilador, del ansia de extermino que, tras la guerra, ejercieron los militares, policías, jueces, sacerdotes, y los chivatos, acusicas y delatores que se tenían por gente de bien. Es decir, el franquismo.
La historia que relata 'El abismo del olvido' es la de Leoncio Badía, el sepulturero republicano del cementerio de Paterna. Guardaba retales de la ropa de los arrojados a las fosas, mechones de sus cabellos, y objetos, como gafas, o también el sonajero de un bebé de ocho meses, hijo de un preso republicano, que, como recuerdo, llevó consigo en la cárcel hasta el día mismo de su fusilamiento. Otra vez, el enterrador metió frasquitos de cristal en los bolsillos de los fusilados. Esos recipientes contenían sus nombres escritos en un papel lo mismo que las botellas de un naufragio. A las viudas, a los huérfanos de los arrojados a las fosas, Leoncio Badía Navarro les entregaba lo que había salvado de ellos.
Purgado por rojo, a Leoncio Badía le dijeron que, si quería un trabajo, tendría que ser el sepulturero de los suyos. Los tuyos. Así se habló durante décadas. Mi madre también me habla de mi tío Rosendo (nació durante la guerra y murió joven, a los 25, no le conocí). Y asimismo hablaba de ese modo mi tío, y decía: cuando vengan los míos y les diga cómo me llamo... Porque mi tío Rosendo, antes de que obligaran a mi abuela a bautizarlo, se llamaba Lenin. Fue el nombre que le había puesto mi abuelo socialista. Cosas de la guerra. Guardo el reloj de pulsera de mi tío. Aún da la hora. Espera la hora de que vuelvan. El enterrador de Paterna, Leoncio Badía, fue el Juan Simón de la tonadilla, pero de un cancionero real, verídico, y en esta copla su hija era la República.
Hacía tiempo que el periodista Rodrigo Terrasa le había propuesto a Paco Roca contar esta historia en cómic. No podía quedar en el olvido. Nada de lo que ocurrió debe dejar de contarse ni un solo día, porque la mentira la escriben los vencedores. Las mentiras, al ser falsas, duran siempre. Las verdades mueren cada día porque están vivas, y por eso hay que pronunciarlas mañana tras mañana, pacientemente, sin fallar ni una sola vez.
También contó esta historia la sección Vidas enterradas, del programa de radio, de la Ser, A vivir que son dos días (lo dirige Javier del Pino, y la sección estaba a cargo de Conchi Cejudo y de Gervasio Sánchez). Fue por estas fechas, el 16 de diciembre de 2018. Entonces escuchamos por primera vez las voces de los nietos y de los hijos de aquellos fusilados, convertidos en huesos amontonados en las fosas de Paterna. Y el pasado noviembre, el Teatro del Barrio, de Lavapiés, llevó a escena esta historia con el título de 'El enterrador'.
Un tebeo tiene una verdad propia, una autenticidad, que es la de las imágenes. También se encuentra la misma verdad en la pintura. Fíjense en la viñeta inferior de la página 18 de este libro, donde aparecen maniatados contra el paredón los republicanos que van a ser fusilados. Observen los bastos cordeles, sogas al fin y al cabo, que desollan sus muñecas, y a continuación detengan la vista en esos dos hombres que se cogen de la mano. Aparecen estas mismas escenas en la famosa pintura de Gisbert, Fusilamiento de Torrijos y sus compañeros en las playas de Málaga. Está en el Museo del Prado y rememora el fusilamiento del liberal Torrijos y de 48 compañeros suyos, en 1831, sin juicio previo, por el régimen del rey Fernando VII. En España, siempre se ha fusilado igual.
Desde los fusilamientos del 3 de mayo, de Goya, hasta esta novela gráfica de Paco Roca, en España nos hemos pasado la vida plasmando gráficamente estas cosas. Nunca desaparecen. El otro día, Santiago Abascal, líder de un sórdido partido ultraderechista indigno de ser nombrado, advirtió de que habrá un momento en que el pueblo querrá colgar de los pies a Sánchez. Para algunos, la piel de toro no es más que una alfombra sanguinolenta a los pies de un paredón.
También dibuja Paco Roca el miedo, el temblor de quienes forman parte del pelotón de fusilamiento. Este cómic está hilvanado con pequeñas historias, que nos recuerdan que la historia la hace la gente de carne hueso. Que nuestra historia es, como siempre, la historia de la humanidad. Entonces, las viñetas nos enseñan el caso de un soldado que, formando parte de un pelotón de fusilamiento, reconoció entre los reos a un amigo suyo y, paralizado de espanto, no fue capaz de disparar. Le quitaron el fusil y acabó en el paredón.
En otras páginas, se muestra todo lo contrario. La complacencia, la impavidez hasta el abismo de la rutina, en el oficial que recorre los cadáveres recién fusilados, dándoles el tiro de gracia a los agonizantes. O el cura que manda a la guardia civil para que rematen en la fosa a un fusilado al que aún se oye respirar. Todo el franquismo fue una exaltación del sadismo. Pueblo de sádicos, que habían prohibido leer a Sade. Nada más sádico que el integrismo religioso.
La España nacionalcatólica ejerció este integrismo durante todo aquel tiempo. Aún sigue. Se manifiestan en la calle Ferraz rogándole a la Virgen María que interceda para procurar la dimisión de Sánchez. En otra pequeña historia recogida en este cómic, una mujer, acompañada de sus hijos pequeños, le pide a una vecina, que tiene mano en Falange, que interceda por su hijo mayor preso, el Batiste. La vecina vierte un cubo de agua sobre la tierra, y responde: “Cuando puedas recoger el agua y meterla de nuevo en el pozal, vienes a pedirme clemencia”. No son recursos de guionista, es memoria de testigos, hoy ancianos. No hubo intercesión, entonces.
Y tampoco la hay ahora, pues pretender la derogación de la ley de Memoria Histórica, sabotearla desde su raíz, desde el instante mismo en que la gente quiere ejercer su derecho a utilizarla, es de nuevo el cubo de agua vaciado en la tierra. Pero no es agua lo que corre, sino sangre. Contra esto ha luchado Pepica Celda Soler, de Paterna, la protagonista que pone en marcha la acción de esta novela gráfica. Su tesón, su determinación inquebrantable por la búsqueda de la verdad, su ejemplo, lo explican Paco Roca y Rodrigo Terrasa, de principio a final de libro.
Pepica Celda es la hija del republicano fusilado José Celda Beneyto, tenía ocho años cuando lo mataron, y conoce la historia de los enterramientos. Al amparo de la ley de Memoria Histórica, emplea, contra viento y marea, sus últimas fuerzas de octogenaria en recuperar los restos de su padre para enterrarlos al fin con dignidad. No paró hasta que en 2013 se reabrió la fosa 126, donde yacían. A cada página de El abismo del olvido, hay que parar y respirar hondo antes de seguir leyendo. En España, la verdad es insoportable.
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