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Los hombres blancos cabreados asaltan el Capitolio

Seguidores del presidente Donald Trump fueron registrados este miércoles al irrumpir a la fuerza en el Capitolio de los Estados Unidos, en Washington DC (EE.UU.). EFE/Jim LoScalzo

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A principios de este siglo, el experto en masculinidades Michael Kimmel publicó un libro excelente que, pasados los años, ha ido cobrando más valor si cabe a medida que los acontecimientos han demostrado la lucidez de su análisis. En Hombres blancos cabreados, Kimmel explica cómo un sector muy importante de la sociedad norteamericana, muy especialmente masculino, se fue sintiendo agraviado a medida que se desmoronaban los cimientos de su mundo patriarcal de siempre. El avance lento pero progresivo de los derechos de las mujeres, el reconocimiento de las minorías sexuales - y étnicas en el caso de EEUU: un presidente negro fue una puñalada en el corazón de los supremacistas blancos -  y, muy especialmente, la pérdida del estatus tradicional de hombres proveedores, agravada por la crisis económica de los últimos años, fueron la mecha que encendió una reacción conservadora y machista, una especie de revancha, frente a un mundo en el que cada vez había menos espacio para la omnipotencia masculina.

El protagonismo de las vindicaciones feministas y la expansión a nivel global del que hoy por hoy es el único movimiento social con capacidad de movilizaciones masivas y esperanzadas han contribuido a que esa parte de la masculinidad rabiosa pase a la acción. Con la ayuda inestimable y cómplice de todos aquellos y de todas aquellas que justo ahora, en una especie de esnobismo con el que buscan subrayar su individualidad contestataria, exhiben sin ningún tipo de cortedad un antifeminismo que al menos, hasta hace poco tiempo, había quedado cortocircuitado por el simple temor a rebasar lo políticamente correcto. Todo ello, además, ha de contemplarse en un contexto mundial, pero que de manera muy singular cobra vida en Estados Unidos, en el que la ética meritocrática y las perversas políticas basadas en la igualdad de oportunidades, tal y como bien ha explicado Michael J. Sandel, han alimentado una soberbia de los ganadores y la humillación correlativa de los perdedores. Y fue justamente en este grupo, el de los humillados, en el que Donald Trump encontró el caldo de cultivo ideal para convertirse en una suerte de salvador para todos aquellos que sintieron su estatus social herido, para tantos trabajadores desubicados ante un mundo tecnológico y globalizado que les exige flexibilidad y emprendimiento, para tantos ciudadanos sin capacidad de incidir en procesos decisionales controlados por expertos y para los que, además, el mantra de la movilidad ascendente dejó de tener sentido hace ya mucho tiempo. 

Esa ira acumulada y mal gestionada, la cual es una emoción en la que los hombres nos socializamos desde que siendo niños construimos como referentes a divinidades masculinas violentas y poderosas, es un alimento esencial para proyectos políticos revanchistas, supremacistas y que, frente a las propuestas que confían en el carácter progresivo de las conquistas sociales y los derechos humanos, defienden el pasado como un paraíso perdido en el que, justamente, esos “hombres blancos cabreados” vivían mucho mejor. Entre otras cosas, porque disfrutaban de unos privilegios que ahora se han puesto en entredicho. Si a esos unimos la nula capacidad redistributiva de bienes y recursos que genera un mercado no limitado por el Estado de Derecho, y la consiguiente brecha de desigualdad que en los últimos años no ha hecho sino aumentar entre la minoría todopoderosa y una gran mayoría de individuos precarios, tenemos la suma perfecta de factores para que prenda la mecha de opciones políticas basadas en la negación. La negación de la justicia social, la negación del potencial transformador del Derecho y de los derechos, la negación de la igualdad como fundamento de una sociedad democrática, la negación del pluralismo como valor imprescindible en sistemas no regidos por dogmas sino por principios compartidos,  la negación del feminismo como propuesta emancipadora de los seres humanos y, muy especial, claro está, de las que todavía hoy tienen que superar un estatus devaluado de ciudadanía.

Que los “hombres blancos cabreados” hayan asaltado el Capitolio, que un tipo como Trump haya liderado una potencia mundial, que en otros países, incluido el nuestro, hayan llegado a los parlamentos opciones políticas que niegan los valores democráticos, es también el resultado de la pérdida de rumbo de todos los partidos que, suponíamos, debían poner freno a las lógicas destructivas del mercado y a las muy perversas dinámicas de un neoliberalismo basado en la libertad individual y que niega el valor de la solidaridad y de la ética compartida. Este cóctel tóxico, agravado en los últimos meses por la crisis provocada por la pandemia, es una llamada de atención para que quienes de verdad confiamos en la democracia y en la capacidad de lo público para generar las condiciones de una vida en común más justa recuperemos el sentido de la política como herramienta de construcción de lo colectivo. Ello supone superar la retórica de la meritocracia, la confianza ciega en el individuo que consume para ser feliz, la supremacía de la libertad sin tener en cuenta la igualdad, la transformación de la democracia en una especie de club de expertos que deciden por nosotros. Del otro lado, solo hay barbarie, iras tatuadas en cuerpos musculados, banderas compitiendo en tamaño, negación de todo aquel y de toda aquella que cuestione el credo, confianza ciega en hombres que se creen dioses y que necesitan rebaños que crean en la multiplicación de los panes y de los peces. Y los bárbaros, dándole la vuelta al poema de Kavafis, nunca pueden ser la solución. Porque la vida no es un videojuego y la democracia, por más que le pese a quienes pretenden desconocer que cuando votamos todos y todas somos radicalmente iguales, no debe ser un juego de suma cero sino una utopía posible de autoridad compartida.

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