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El 'Homo sapiens' occidental ante la incertidumbre

El Director General de la Organización Mundial de la Salud

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Según la RAE, incertidumbre es falta de certidumbre, de certeza. El diccionario de la Real Academia define certeza como conocimiento seguro y claro de algo y, en su segunda acepción, como firme adhesión de la mente a algo concebible, sin temor de errar.

Un amplio sector de las sociedades occidentales no está acostumbrado a la incertidumbre. Muchas personas del primer mundo gozan de derechos fundamentales de los que carece una parte importante de la humanidad. Y aunque la desigualdad y la precariedad golpean fuerte, es indudable que aquí hay más gente que en otros lugares con acceso a luz, agua caliente, vivienda digna, comodidades y ausencia de guerra.

Estados occidentales han expoliado materias primas de terceros países argumentando que lo hacen para que no nos falte de nada, han impuesto regímenes dictatoriales proclives a seguir sus directrices o derrocado gobiernos democráticos que no querían regalar su petróleo o someterse a intereses ajenos.

Algunos dirigentes del primer mundo han tenido querencia por lanzar guerras en territorios lejanos, argumentando que de ese modo nos garantizamos paz y seguridad en los nuestros. Otros niegan que sus políticas estén dañando el planeta, y siguen contribuyendo al cambio climático y a la destrucción de la naturaleza. Todo, en nombre de nuestro bienestar.

La pandemia ha interrumpido ese mundo de colores en el que un sector de la población se indigna porque tiene que ponerse mascarilla, asumir restricciones en la movilidad y pensar en el bien común, no solo en el suyo propio. Cuando no hay conocimiento absoluto sobre un virus, el objetivo debe ser intentar evitar el error absoluto, y eso pasa por buscar modos de prevención, para evitar muertes y saturación de hospitales.

Es lógico que haya gente asustada, desconcertada o indignada ante este contexto pandémico. Las sociedades del primer mundo, con los mayores porcentajes de bienestar, no están tan acostumbradas como otras a la falta de certezas ni a la convivencia diaria con la muerte. Muchos ciudadanos occidentales son incapaces de imaginar la magnitud de los horrores de una guerra, no conocen la violencia colectiva, no han sufrido falta de recursos básicos ni han vivido con la duda de saber si estarán vivos al día siguiente.

Por eso para algunos llevar mascarilla diariamente es equivalente a la mayor de las tragedias. Cuando converso con iraquíes, afganos o egipcios esbozan una amarga sonrisa ante el melodrama narrativo que les llega desde Europa. Ellos lidian con dictaduras, persecuciones, matanzas o exilios.

La incertidumbre provoca miedo, y para ahuyentar la fragilidad de la duda surge la tentación de buscar absolutos, certezas incuestionables que abarquen todas las respuestas; escudos en los que refugiarse; culpables a quienes señalar. Las sociedades del primer mundo tienen que elegir entre dos modos de lidiar con el miedo: a través de la agresividad, el odio y el “yo primero”, o con solidaridad y empatía, pensando en el bienestar colectivo.

El neoliberalismo nos acostumbró al sálvese quien pueda, y hay quienes también lo prefieren en este contexto antes que asumir medidas por el bien común. Ejemplo de ello son algunos países y farmaceúticas aumentando el precio de las vacunas con acuerdos bilaterales: “El mundo está al borde de un catastrófico fracaso moral, se pagará con vidas y medios de subsistencia en los países más pobres”, ha dicho el director de la OMS. “El enfoque del 'yo primero' deja en riesgo a las personas más pobres y vulnerables” y “prolongará la pandemia, las restricciones necesarias para contenerla y el sufrimiento humano y económico”, ha añadido.  

Nos dijeron que habíamos llegado al fin de la Historia, que el modelo económico capitalista, con lo tecnocientífico, eran la panacea infalible. Ante ello, asumir pequeños sacrificios temporales y renunciar al 'yo primero' se convierte, a ojos de algunos, en algo inconcebible, incapaces de dejar de lado el individualismo y de entender lo necesario que es evitar la saturación de los hospitales y proteger la salud colectiva.

La vida no siempre es fácil. Decirlo no significa reivindicar una dura existencia. Ojalá no tengamos que conocer más dramas como esta pandemia. Pero la lógica y las evidencias nos indican que, si no hay cambio radical en las políticas occidentales, el planeta seguirá resintiéndose, y su deterioro provocará nuevas catástrofes naturales, nuevos virus o bacterias, sequías, fenómenos meteorológicos excepcionales, escasez y desplazamiento a causa del cambio climático.

Por eso hay que empezar a asumir que el crecimiento no puede ser infinito, que otros modos de vida y de organización son urgentes si queremos facilitar un acceso igualitario a los bienes que pueden garantizarnos una existencia digna. Apelar al sentido de realidad, recordar que los países ricos han alcanzado límites pornográficos en algunos estilos de vida a costa del saqueo de una mayoría del planeta, no pretende ser una invitación a la resignación, sino un llamamiento a la reacción y a la acción.

Respetar las medidas de restricción actuales no tiene por qué ser interpretado como sinónimo de sumisión, sino de respeto a la comunidad. No deberá implicar restricciones perpetuas, sino limitaciones temporales hasta que podamos asegurar que interactuar como lo hacíamos antes no daña la salud colectiva.

Todo esto, evidente a ojos de muchas personas, no está tan claro para otras. El Homo sapiens occidental, más acostumbrado que el resto de la humanidad a cierta comodidad y seguridad, enfrenta mal la debilidad. Nos convencieron de que éramos infalibles y casi invulnerables, alejando nuestra finitud de la vida cotidiana. La fragilidad fue estigmatizada y deportada, señalada como característica impropia del ser humano todopoderoso del siglo XXI, ajeno al dolor de las carencias de los otros e ignorante de que esos otros no están solo allende nuestras fronteras. De que esos otros podemos ser nosotros.

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