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Identidad, ese veneno moral

Autoridades forenses recogen cadáveres envueltos en plásticos para su traslado a la morgue en Bucha (Ucrania), en una imagen de archivo. EFE/ Miguel Gutiérrez

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A falta – por supuesto - de una investigación independiente, todo apunta a que en Bucha, en Borodyanka y en muchas otras localidades ucranianas el ejército ruso ha llevado a cabo brutales crímenes de guerra contra la población. Las imágenes de los cuerpos acribillados, el descubrimiento constante de fosas comunes repletas de civiles y los desgarradores testimonios de los supervivientes despiertan en nosotros una sanísima indignación moral que pide a gritos justicia, y pocas cosas nos resultarían moralmente más hermosas que poder ver a Putin, responsable último de esas ignominias, sentado ante un tribunal internacional y juzgado en consecuencia. Ese sentimiento natural y esa reclamación elemental de justicia es lo que nos separa de la barbarie, y sobre ambas descansan las mejores construcciones jurídicas de las que hemos sido capaces de dotarnos para organizar nuestra vida en común: los Derechos Humanos, la Democracia y el Estado de Derecho.

Pero idéntica indignación, movida por idéntico sentimiento natural, nos deberían despertar entonces – incluso a posteriori, esto es: hoy, ahora – los civiles asesinados en Irak y las abrumadoras evidencias de que allí nuestros ejércitos cometieron las mismas e idénticas atrocidades, sólo que, de momento, en un número extraordinariamente mayor. A mí también me gustaría ver sentados ante un tribunal internacional a Bush, a Blair y a Aznar, que, a falta – por supuesto - de una investigación independiente, son los responsables últimos de aquella carnicería de inocentes. Y, sin embargo, algunos solo parecen albergar en su interior la indignación moral, el natural sentimiento de repulsa y la universal aspiración de justicia para unos civiles inocentes… pero no para otros. 

¿Qué es lo que modifica la disposición de millones de personas – perfectamente honestas y sensatas, por lo demás - a ver un delito en un lado, pero a negarlo en el otro? ¿Qué causa opera para que se juzguen con distintas varas de medir sucesos en esencia similares? ¿Qué mágico elemento actúa en esa suerte de distorsión de la percepción moral? Conviene, creo, señalar estas y otras contradicciones, porque de la resolución de las mismas – o de su mero descubrimiento, pues su eficacia descansa en que son del todo inconscientes – depende en buena medida la posibilidad de progresar hacia la construcción de un mundo basado en los valores de la humanidad y en lo que nos une o la amenaza de retroceder hacia uno basado en las naciones y en lo que nos separa. 

Hay sin duda muchas respuestas a esos interrogantes, pero una descuella con particular fuerza: los míos, la mera pertenencia, el llamado de la tribu. La identidad sigue siendo un factor determinante en nuestra conducta política, del mismo modo que la territorialidad lo es en la de muchos animales. Cuando son “los nuestros” los que cometen atrocidades, no solo no las vemos tan claras como cuando las cometen otros, sino que las justificamos casi de modo inevitable. 

Frente a esa identificación irracional con los míos – y “los míos” pueden ser los de mi nación, los de mi religión, los de mi ideología y los de numerosos otros santuarios - se levanta lo mejor de la tradición de la modernidad: la juridicidad propia del Estado de derecho. Las leyes no han de guiarse primordialmente ni por la identidad del sujeto ni por los motivos que lo mueven. La venda que la justicia lleva en los ojos señala que lo único susceptible de juicio son las concretas acciones, y no otra cosa. Lo contrario es el derecho penal del enemigo, y por tanto la fuerza bruta, la ausencia de normas y la barbarie. Lo que vimos en Irak, lo que vemos ahora en Ucrania, lo que hemos de aprender a no repetir. 

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