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La decisión del rey

El rey y Feijóo durante la ronda de contactos para decidir el candidato a la investidura

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Los entresijos interpretativos del artículo 99 de nuestra Constitución han dado estos días para mucho. En un extremo, algunos creen que el texto legal otorga tanto poder al rey que este, en uso de sus atribuciones moderadoras y arbitrales, debería impedir que Sánchez intente formar gobierno con el apoyo de Bildu y Junts, ya que tal cosa iría contra la unidad de la patria. No hace falta que les diga que el mencionado extremo es el del lado derecho y que se trata de una lectura que atenta contra la esencia de la democracia: el soberano ya no sería ni el pueblo ni el parlamento por él elegido, sino un monarca hereditario que se arroga para sí el poder de decidir discrecionalmente cuál es el “bien común”.

No hay, es interesante reseñarlo, intérpretes que se hayan atrevido a algo similar desde la izquierda o desde nacionalismos distintos al español. Esto es: que hayan planteado que, en uso de esas mismas atribuciones arbitrales, Felipe VI no debería permitir que Feijóo alcance el poder pactando con Vox, ya que ello pondría en peligro postulados igualmente constitucionales (la descentralización autonómica, ciertos derechos sociales que solo pueden garantizarse con un estado impositivo y redistribuidor, etc). Un desequilibrio, me malicio, que se debe sobre todo a la percepción que sobre su figura pública se ha ido construyendo en torno al actual monarca, a quien todo el mundo intuye más cercano a unos parámetros que a otros. Algo que sin duda casa mal con la idea de neutralidad sobre la que bascula todo su papel y que debería preocupar a los demócratas, primero, y, también pero en muy segundo lugar, a los monárquicos.

Sea de ello lo que fuere, el comunicado de Zarzuela proponiendo a Feijóo como candidato incluye una faz muy positiva, inmediata, que consiste en que se ha generado un protocolo que será difícil sortear, y eso aclara el paisaje para futuras situaciones. Pero arrastra también otra carga, no tan luminosa, que tiene que ver, por un lado, con la concreta decisión tomada, y, por otro y sobre todo, con el modo de tomarla.

Empecemos por lo primero. ¿Qué posibilidades tiene a su disposición el rey tras unas elecciones? Una, optar por el candidato del partido con más escaños. Dos, hacerlo por el candidato que tenga garantizados más escaños en la investidura, aún sin mayoría para salir elegido. Tres, designar solo al candidato que tenga garantizada tal mayoría. Feijóo es ahora mismo el candidato que satisface “uno” y “dos”. Nadie satisface “tres”. 

A mi juicio, y sin duda, el protocolo debería establecer este orden: tres, dos, uno. Creo que sobran las razones (aunque, como demuestra el primer párrafo de este artículo, algunos no parecen tenerlas muy claras). Más allá de eso, el comunicado de la Casa Real aduce que ya se ha generado una “costumbre” de elegir al que más escaños haya obtenido (esto es: “uno”), y que, dado que no existe una opción “tres”, se opta por tal alternativa. Así al menos considero que se ha de interpretar esta frase literal del mismo: “En el procedimiento de consultas llevado a cabo por Su Majestad el Rey no se ha constatado, a día de hoy, la existencia de una mayoría suficiente para la investidura (opción tres) que, en su caso, hiciera decaer esta costumbre (opción uno)”. 

Veo dos problemas. Primero, el protocolo decidido desde Zarzuela, que parece ser “tres”, cuando exista y, de no existir, entonces “uno”, esto es, el más votado. Esta primacía del “tres” se establece, ciertamente, bajo ropajes lingüísticos en exceso abiertos e innecesariamente alambicados: no entiendo la intercalación de ese enigmático “en su caso” y la consiguiente conjugación en subjuntivo (“hiciera decaer”). Pero, más allá de eso, no es concebible que una candidatura “tres” no sea designada. Donde veo un evidente problema es en la posibilidad de que en el futuro las urnas arrojen un candidato “uno” y un candidato “dos” diferentes. No creo que la Casa Real mantuviera, en tal tesitura, la “costumbre” de designar a “uno”, el más votado, frente a “dos”, el más respaldado por los representantes electos, puesto que supondría desautorizar así la correlación de fuerzas parlamentarias y hacer añicos la lógica democrática que dictamina que el soberano es el Parlamento y no el Rey. Se ha perdido, en consecuencia, una inmejorable ocasión para establecer un protocolo que, en el futuro, hiciera innecesarias las cábalas a las que nos hemos visto sometidos estos días. 

El segundo problema descansa en la tesis de Zarzuela según la cual “salvo en la Legislatura XI, en todas las elecciones generales celebradas desde la entrada en vigor de la Constitución, el candidato del grupo político que ha obtenido el mayor número de escaños ha sido el primero en ser propuesto por Su Majestad el Rey como candidato a la Presidencia del Gobierno. Esta práctica se ha ido convirtiendo con el paso de los años en una costumbre”. Es decir, según interpretan en la Casa Real, en España ha habido una costumbre constitucional, extendida desde 1979, según la cual el Rey ha elegido siempre, excepción hecha del inaudito plante de Rajoy en 2016, al candidato con más escaños. Es decir, a la “lista más votada”, que es como gustan de denominar a tal opción – si bien no siempre, sino tan solo cuando a ellos les beneficia - desde el Partido Popular.

Esta interpretación de la primacía histórica de “uno” es muy discutible. En todas las legislaturas citadas ocurría que el candidato “uno” era a la vez el “dos”, y en muchas de ellas tal candidato era además el “tres”. Así que, cuando no hubo candidato “tres”, la práctica consistió en nombrar al “uno”, cierto… pero es que a su vez era el “dos”. Por tanto, cuando se distingue analíticamente una posibilidad de otra, la práctica histórica nada nos dice con respecto a la prevalencia de uno sobre el otro. 

La primacía, que yo creo indudable, de “dos” sobre “uno” – en caso, repito, de que fueran candidatos diferentes – viene por lo demás respaldada por el hecho, muy certeramente señalado aquí por una pluma especialmente penetrante siempre, de que la hipotética obligación de optar por “uno” haría innecesaria la ronda de conversaciones del monarca. Que el Rey tuviera que designar siempre al candidato de la lista con más escaños entraría, en efecto, en contradicción con el sentido del artículo 99 en su conjunto, pues tal automatismo haría innecesaria la actuación de Zarzuela. Y, ya que constitucionalmente el Rey tiene algo que decir al respecto, en caso de que en el futuro surgiera un “dos” diferente a un “uno”, la propia costumbre seguida durante nuestra historia democrática avalaría, también, la elección de “dos”, tanto como la de “uno”. Digo también porque, además de tal legitimación – caso de que lo sea – meramente histórica, la opción “dos” recibiría, sobre todo, una evidente y creo que indiscutible legitimación democrática

Por lo demás, todo esto viene a cuento de la decisión tomada. Harina de otro costal es, como ya he mencionado, la cuestión de cómo se ha tomado la decisión. Pero es agosto, el calor azota y ustedes no me han hecho nada, así que, si les parece, lo dejamos para otro día…

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