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Palestina y la moral sin inocentes

Cometas con la bandera palestina en Las Canteras

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La Ley del Talión se encuentra en el código de Hammurabi, un texto babilónico promulgado hace unos 3.750 años. Surge combinando sus artículos 196, “Si un hombre libre vació el ojo de un hijo de hombre libre, se vaciará su ojo” y 200, “Si un hombre libre arrancó un diente a otro hombre libre, su igual, se le arrancará su diente”. El “ojo por ojo, diente por diente” resultante configura, como es sabido, una suerte de plasmación clásica del primitivismo moral, aquel universo arcaico y feroz que la Modernidad y la Ilustración lograron, tras muchos siglos y mucha sangre, dejar atrás. Todas las magníficas construcciones jurídicas democráticas posteriores, empezando por la Declaración de Derechos de la ONU de 1948, se levantan sobre la superación del Talión. 

Suelo pedir a mis alumnos de primero de Derecho que, con objeto de acercarnos al concepto de justicia – un ideal en cuyo interior bullen a su vez otros muchos ideales que conviene distinguir e identificar – comparen ese “ojo por ojo, diente por diente” con el segundo mandamiento tal y como este aparece en la Biblia, libro del Éxodo, capítulo 20, versículos 3 a 17. Antes de que se acerquen al mismo, les prevengo a los estudiantes con relación a la cuestión religiosa. Por un lado, una cosa son los Diez Mandamientos católicos, tal y como la Iglesia los enseña hoy, y otra, no idéntica, los mandamientos que, de acuerdo al Éxodo, Jehová trasladó a Moisés hace más de tres milenios para que los comunicara al pueblo judío. Como una mera lectura superficial revela, tienen un aire común, pero no son lo mismo.

Por otro, les digo, si alguno de vosotros es cristiano y alberga fe en su corazón, ello ni debe ni puede influir en la aproximación puramente científica que toca adoptar aquí, en una universidad: desde una perspectiva racional, única que procede en estas aulas, la Biblia fue escrita a lo largo de más de mil años, por diferentes hombres pertenecientes a distintas sociedades y culturas, y sus textos vieron la luz nada menos que en tres lenguas diferentes y sucesivas. Constituye sin duda uno de los documentos históricos más antiguos y fascinantes que atesoramos para acercarnos al pasado e intentar comprenderlo. En cada una de sus palabras, los setenta y seis libros que la forman reflejan las creencias – morales, cosmológicas, médicas, políticas y de todo tipo – de la concreta sociedad que las alumbró. Son esas creencias las que nos interesan. Por lo demás, añado recordando a Tomás de Aquino, si la fe es tal como debe ser – algo que por definición excede a la razón y la trasciende – en nada se verá afectada por lo que esa misma razón descubra.

Tras ello, les expongo en toda su cruda literalidad el segundo mandamiento de Moisés: “No te inclinarás (ante imágenes de otros dioses), ni las honrarás, porque yo soy Jehová, tu Dios, fuerte, celoso, que visito la maldad de los padres sobre los hijos hasta la tercera y cuarta generación de los que me aborrecen”. “Visitar la maldad” es una construcción lingüística un tanto rebuscada que significa, en esencia, “vengarse de” o “castigar a”. Lo que el Éxodo establece, por tanto, es que Jehová no solo castigará a quién adore a otros dioses, sino a sus hijos, a los hijos de los hijos e incluso a los hijos de estos últimos. Tres generaciones heredarán el estigma de la maldad originaria y serán visitadas por la ira del altísimo. 

Los chavales enseguida vislumbran que, por bárbara que sea Ley del Talión, en las palabras del versículo bíblico late algo todavía más oscuro. A partir de ahí se genera un diálogo. Se busca que transformen esa intuición en un término moral y jurídico, que conviertan el desnudo presentimiento en un concepto analítico que les sirva para atrapar lo que distingue a un mandato del otro. Todos barruntan que “la Ley del Talión” es más justa que el versículo, la práctica en el aula consiste en que averigüen por qué. 

Pronto lo descubrimos. Por un lado, Hammurabi castiga individuos, no grupos. Solo la concreta persona que haya vaciado el ojo o arrancado el diente responde de su acción, no su familia, no su clan, no su pueblo. Individuación de la pena. Jehová es más cruel, más atroz, más inhumano: castiga a los niños por algo que no han hecho y se venga incluso de los que no han nacido todavía. En un universo así el concepto de inocencia no existe. Frente a ello, nuestro concepto de “justicia” – el de todos, de derechas y de izquierdas, de arriba y de abajo, pues todos somos modernos - se basa en la responsabilidad individual. Los castigos colectivos nos repelen, nos resultan bárbaros, injustos de raíz, despiadados. Desde la Modernidad todos profesamos un ideal de justicia, y para todo ideal de justicia digno de tal nombre solo el individuo y su voluntad pueden ser los responsables de cada acción. El Jehová de Éxodo profesa un ideal que no es de justicia, sino de escarmiento: no hay inocentes, sino solo un precio terrible a pagar por el mero hecho de haber nacido.

Además, en Hammurabi encontramos un primer vestigio – parco y apenas incipiente, pero vestigio al fin y al cabo – de proporcionalidad en el castigo. Si vacías un ojo perderás un ojo, pero no los dos, ni los brazos, ni la vida, ni nada que exceda lo que hiciste. Si arrancas un diente, igual. Esta suerte de protoproporcionalidad, entendida como mera simetría, nos parece bárbara hoy, y lo es, pero en su día supuso un límite y una contención ante el quebranto a aplicar. Un pequeño avance. Los alumnos aprenden así dos elementos constitutivos del concepto moderno de justicia: responsabilidad individual, proporcionalidad de la pena. No son los únicos, pero sin duda son imprescindibles: sabemos que todo lo que no incluya a ambos no es justicia, sino barbarie.

¿Hace falta que señale qué país enarbola hoy – incluso explícitamente, y eso es lo más descorazonador – la atroz y pavorosa concepción de aquel iracundo dios del Sinaí? ¿Hace falta advertir que todas y cada una de las justificaciones que Israel está desplegando para respaldar la masacre no encuentran cobijo bajo los ropajes de la justicia, sino tan solo bajo los miserables harapos del escarmiento? Bajo cualquier acepción razonable de ambos conceptos, lo que están haciendo en Gaza ni es “legítimo” ni es “defensa”: es una carnicería brutal que ni siquiera alcanza el paupérrimo y siniestro nivel de la Ley del Talión. 

No estoy diciendo, en absoluto, que la respuesta de Netanyahu se explique por la tradición judía. Ni remotamente: el judaísmo, el cristianismo y el islam son tan capaces de las mejores comprensiones de la moral como de las peores. Porque una cosa es la moral, o la política, y otra la religión. Lo que estoy diciendo es que la respuesta de Israel – no de los judíos - es incontestablemente brutal, salvaje e inhumana. Lo que estoy diciendo es que nadie que entienda con un mínimo de rigor el significado de la voz “justicia” puede disculpar algo así. Comprendo, por descontado, que muchísima gente colocara en su Twitter una bandera de Israel el día 8 de octubre, tras la matanza perpetrada por Hamás. En la limpia y sencilla compasión con el sufrimiento de los inocentes sigue latiendo el mayor caudal de humanidad que albergamos.  Pero seguir apoyando hoy a Israel, tras 5.000 niños muertos, es declararse partidario de una aberración moral sobre la que no creo que quepa discusión alguna.   

En el universo moral del que brota la respuesta de Israel no caben “inocentes”, porque la sola existencia de un inocente tornaría ilícita toda violencia. Es un universo brutal, ciego, despiadado. Como el de Hamás el 7 de octubre. En ese universo los niños no solo mueren, sino que está justificado que mueran, eso es lo terrible. Por eso las razones de ambos, de Israel y de Hamás, son, bajo diferentes dioses, la mismas, exactamente las mismas. Por eso condenar el terrorismo de Hamás y condenar el terrorismo de Israel son una y la misma cosa, y por eso lo imperativo ahora es detener la masacre. No un corredor humanitario, no un alto el fuego por definición transitorio: detener la masacre. Y, tras ello, alumbrar nuevos caminos.

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