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La insoportable estabilidad de la monarquía

El Rey Juan Carlos embarcando en 'El Bribón' en el Real Club Náutico de Sansenxo.

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Puede que los que hacen cuanto está en sus manos, y más, para proteger a la monarquía no sean conscientes de que la aversión hacia esa institución es cada vez más honda. Puede que también más extensa, aunque de esto último no se sabe mucho puesto que están prohibidos los sondeos al respecto. El último viaje del abdicado Juan Carlos a Sanxenxo no ha debido sino profundizar ese sentimiento. Porque tiene mucho de provocación, de desprecio a las opiniones de buena parte de los españoles.

¿Pero tienen alguna consecuencia esas actitudes? A primera vista, desde luego que no. Juan Carlos sigue inmune a cualquier crítica. Siempre ha hecho lo que ha querido, menos cuando vivía Franco; ha superado sin mayores problemas investigaciones judiciales que en un país normal habrían terminado, como poco, en un banquillo; tiene bien guardada en el extranjero una fortuna de origen corrupto, y se dispone a disfrutar cuanto pueda de los últimos años que le quedan.

Nada ha podido con él, y cuando las cosas se le han puesto un tanto feas ha visto cómo en torno a él se desplegaba un operativo de protección que ha arrumbado cualquier iniciativa judicial peligrosa y en el que ha participado de alguna manera el gobierno de coalición de izquierdas.

Esa impunidad no viene de su fuerza política ni de su prestigio -que desde hace mucho ha quedado reducido a cenizas- sino del temor del establishment, incluido en él la izquierda gobernante, a que su caída en manos de la justicia precipitara la de su hijo y abriera en el sistema institucional y político una crisis de muy difícil solución.

Ese es el chantaje con el que Juan Carlos tiene sometido a España desde hace años. Y nada indica que esa situación intolerable vaya a modificarse en un horizonte previsible. Confirmando que la estructura institucional española es débil, presenta una falla sustancial. Que seguramente existe desde el momento inaugural del proceso democrático español.

Por otra parte, el amplio rechazo que Juan Carlos y, por extensión, la monarquía provocan en buena parte de los españoles ha venido reforzando, y no poco en los últimos tiempos, la reacción contraria entre quienes mantienen posiciones opuestas. Por lo que se ve en las teles y lo que se lee en los periódicos, la militancia pro-rey abdicado es más intensa que nunca, aunque seguramente no tan nutrida, ni mucho menos, que en los buenos tiempos del monarca.

Ese ardor juancarlista tiene un marcado carácter derechista. Incluso se podría decir que anti-izquierda. Para PP y para Vox defender a Juan Carlos se ha convertido en un elemento distintivo más de su cruzada contra la izquierda.

Felipe VI, con el apoyo del Gobierno entre otros, hace todo cuanto puede por sustraerse a esa dinámica. Pero su horizonte seguirá siendo muy limitado, porque los que se oponen a la monarquía no van a reducir su peso por simpático que pueda caer el nuevo rey. Y su padre se encarga día tras día de empañar sus intentos.

Pero, más allá de esas actitudes, a favor o en contra, lo cierto es que no pasa nada. Que la monarquía, que aunque no lo parezca es una clave de bóveda de nuestro sistema, no está en apuros. Lo estuvo hace unos años, en los momentos previos a la abdicación, cuando la revelación de escándalos reales parecía que iba a tirar por tierra el entramado. Ahora no.

Esa aparente tranquilidad permite avanzar. Pero también significa que la vida institucional y política española convive, aunque procure ocultarlo cuando puede, con elementos de grave indignidad que hacen de la misma todo menos ejemplar. No hace falta ahondar demasiado para comprobarlo: cualquier conversación serena sobre el asunto, que alguna hay, termina necesariamente aceptando que en este hay puntos oscuros, con los que hay que convivir. Es el sino de la España de nuestros días.

Pero, ¿va a ser así siempre? Nadie puede asegurarlo. El día menos pensado, y por motivos del todo imprevisibles en estos momentos, el sistema puede empezar a hacer aguas porque como ya se ha dicho presenta debilidades y fallas que ninguna operación de relaciones públicas puede tapar. Actuar esperando que llegue ese día o presionando para que se produzca cuanto antes no tiene mucho sentido, como se ha visto en repetidas ocasiones en los últimos años. Mejor evitar el riesgo de caer en la melancolía. Pero sabiendo cuál es el terreno que se pisa. Y no ofuscándose cada vez que el bribón de Juan Carlos se asoma por nuestros lares.

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