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Intensidades que sí, intensidades que no

William Shakespeare, la incandescencia de la mente

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A veces siento que lo más difícil de tener una columna semanal es que yo no creo en hacer una cosa distinta cada semana. Creo en el trabajo, ya lo escribí la semana pasada. Creo en el poder del tiempo, en su capacidad de hacer que las cosas pesen y dejar que el viento o el ruido se lleven las que no saben pesar; y creo en las obsesiones, en estar siempre hablando de lo mismo, por eso me termino repitiendo tanto, en esta columna y en todo lo que escribo. No me cuesta la small talk pero, en el fondo, la detesto y así termino obligando a cualquier extraño a involucrarse en mis dramas existenciales y compartirme los suyos (tener que estar pensando temas nuevos, por diminutos y livianos que sean, me angustia): prefiero que todas las conversaciones se traten sobre las cuestiones que me importan, que son muy pocas, incluso si son con personas que no conozco bien y que no sé si van a decirme algo que me importe. No estoy haciendo una defensa de esta manera de posicionarse en el mundo, ni en términos artísticos ni en términos políticos ni en términos humanos: estoy hablando de lo que me cuesta, de la dificultad de este espacio de los domingos, que para mí es de los sábados, en realidad, que es cuando termino de escribir.

Hace ya un mes o dos, por caso, que estoy traduciendo Una habitación propia de Virginia Woolf y, honestamente, ocupa tanto espacio en mi cabeza que no me resulta tan fácil hablar de otra cosa. Traducir es como quedar trabado en un embotellamiento yendo a la costa, o como ir al colegio, o como estar en una sala de espera: te toca estar tan quieta, avanzar tan despacio por un lugar por el que la gente pasa o pasará después a otra velocidad que es inevitable concentrarse en cada telaraña, en cada fraseo o en cada idea pequeñísima, en cada plazoleta absurda del camino. La primera vez que leí el libro no había prestado atención a todo el capítulo que Woolf dedica a la incandescencia de la mente, que en estas últimas semanas me enloqueció.

Una de las partes más famosas de este texto es aquella en la que Woolf imagina qué hubiera pasado con una Shakespeare mujer, una hipotética hermana de Shakespeare que tuviera su mismo talento y sus mismas ambiciones. Siento que la parte más célebre, o al menos la que a mí me había quedado grabada en la memoria, era la que tenía que ver con las obvias dificultades materiales que hubiera encontrado esta hermana de Shakespeare, que hubiera terminado, según Woolf, muerta por suicidio —básicamente, como terminó la propia Woolf— después de tantos obstáculos y burlas. Pero no presté atención la primera vez que leí este texto, quizás porque era chica, quizás porque todavía no me dedicaba a escribir y pensaba que eso no podía estar en mis cartas, a la pregunta no ya por las condiciones materiales sino por las condiciones que la mente necesita para crear. Woolf parece estar en algún sentido en contra del modelo del artista torturado, que precisa de una vida intensa para crear, y en otro sentido a favor.

La sensación es que hay intensidades que sí e intensidades que no, experiencias ardientes que sirven para enriquecer el arte que una puede producir—como el sexo o la aventura— y otras igual de quemantes pero que restan más de lo que suman —la pobreza, o la violencia—. Para Woolf, el fuego de las segundas es un fuego que hace imposible esto que ella llama la incandescencia de la mente, esa cualidad de la pureza que Shakespeare alcanzó en un grado máximo: las dificultades de ser mujer producían una ira que, en lugar de ayudar al trabajo, hacían que algo de la llama se perdiera al pasar de la mente al papel, que ese traspaso fuera torpe. Eso se ve, dice Woolf, en la obra de muchas escritoras mujeres que parecían tener talento pero estaban demasiado distraídas por la furia para producir poesía pura.

Me quedé pensando en esto en relación con la otra de mis obsesiones del momento, el asunto del shabat, y la costumbre de prender velas para empezarlo y terminarlo. El fuego tiene un sentido para el misticismo judío, igual que para muchas otras tradiciones: representa el intento de los seres humanos por acercarse a lo divino, por ser dioses, por producir su propia luz. Pero ese mismo fuego puede servir para un sacrificio divino o para una destrucción, para iluminar y para matar; puede pasar por una mente incandescente hacia una obra perfecta, o por una mente dispersa hacia una obra fallida. Aunque Woolf distingue las experiencias de las mujeres y las de los varones, creo que sabe que ese fuego interno que produce poesía buena y poesía mala es el mismo; y que es el mismo, también, que le hace tan difícil vivir a cualquiera que tenga la arrogancia y el arrojo de intentar vivir de él.

Pero pensé en esto de las obsesiones y la reiteración no principalmente por Virginia Woolf ni por mi trabajo de traducirla, ni porque pensaba volver a hablar de shabat por vez número tres, cuatro o mil, sino porque anoche vi en el Cervantes La gesta heroica, una versión libre de El rey Lear que escribe y dirige Ricardo Bartís. Bartís dio vuelta la María Guerrero para achicar el teatro. Lo leí muchas veces decir que el teatro se ve hasta la fila 10, y entonces allí estamos, viendo teatro hasta la fila 10 en una de las salas más grandes del país. Allí estamos, viendo un teatro muy específico, un teatro en el que Bartís insiste desde mucho antes de que yo naciera, desde mucho antes de que yo supiera su nombre. En un momento determinado, el personaje de Machín (análogo al rey Lear, y en algún sentido al propio Bartís), que está siempre mirando la misma película, dice que ya no hay nada nuevo para ver: lo dice el personaje y lo dice su autor, pero con una capa tan grande de tristeza y de crítica que no se entiende —en el mejor de los sentidos— si el autor está poniendo esa afirmación en boca de un viejo decrépito porque sabe que es solo eso, un síntoma de vejez, o porque sabe que es la sabiduría, que de verdad nunca hay nada nuevo o no es tan importante; o por las dos cosas, porque está viejo y no puede creer otra cosa o porque incluso de joven pensaba lo mismo, que lo único que había era casarse con un teatro, con un lenguaje, profundizar en una búsqueda sin dejar que nadie te corra de ella, ni las modas, ni la sensación de que lo que hacés ha quedado viejo o de que deberías dejarte inspirar por cosas nuevas.

Lo veo a Bartís profundizar en sus propias obsesiones, a riesgo de repetirse, a riesgo de aburrir e incluso de desencantar, y a riesgo también de decir unas verdades salvajes sobre su vida y su obra que si estuviera revoloteando de un tema a otro jamás hubiera llegado a decir; y pienso que es mentira que no quiero hacer una defensa de las obsesiones y de insistir por décadas con los mismos temas y la construcción pormenorizada de un lenguaje sin pasear, sin vacaciones estúpidas, sin excursiones superfluas; que sí quiero hacerla, que sí creo que es una forma superior del arte y de la vida.

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