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¿A qué juega la Unión Europea en su vecindad mediterránea?

Refugiados sirios cruzan la valla fronteriza que separa su país de Turquía tras romper la alambrada, en la zona de Akcakale. La multitud huye de los enfrentamientos armados en el norte de Siria entre kurdos y los islamistas del autoproclamado Estado Islámico. / (AP Photo/Lefteris Pitarakis).

Jesús A. Núñez

Primero, con la Política Global Mediterránea (1972-1992) y con la Política Mediterránea Renovada (1992-96), el objetivo de la Unión Europea (UE) era paz y estabilidad. A partir de 1995, desde la Asociación Euro-Mediterránea hasta la actual Unión por el Mediterráneo, lo que se pretende es crear un espacio de paz y prosperidad compartida. Pero, más allá de jugar con las palabras, la tozuda realidad obliga a reconocer que hoy ese mismo espacio es cualquier cosa menos pacífico y desarrollado. De hecho, es la zona más militarizada del planeta, con varios focos de conflicto activo sin vías de solución, y es donde se registra la mayor brecha de desigualdad del planeta en términos de desarrollo (con la excepción de las dos Coreas).

Evidentemente, no todo lo que en él ocurre es exclusiva responsabilidad de la UE y sus Estados miembros, pero es mucha la carga que nos corresponde, no solo por acciones y omisiones históricas, sino también por lo que seguimos haciendo en la actualidad. Un primer ejemplo de ello es la pasividad generalizada ante las constantes violaciones israelíes del derecho internacional, dejando de manifiesto tanto la falta de una voz única en el escenario internacional, como de voluntad política para hacer pagar las consecuencias a quienes no se ajusten a las reglas de juego.

Progresivamente, la cuestión palestina ha ido perdiendo peso político en la agenda comunitaria para convertirse ya casi exclusivamente en un tema humanitario, asumiendo que Israel está en condiciones de inclinar definitivamente la balanza a su favor con el innegable apoyo de Washington.

La lista puede ampliarse con el penoso balance acumulado en los ocho años transcurridos desde el arranque de la mal llamada 'Primavera Árabe'. No solo se trata de haber dado la espalda a una ciudadanía que en varios países se ha levantado contra sus corruptos, ineficientes y autoritarios gobernantes, exigiendo “libertad, dignidad y trabajo”, sino que, como nos enseña crudamente el ejemplo de Al Sisi en Egipto, ha apostado decididamente por bendecir golpes de Estado. De ese modo, por si todavía hubiera alguna duda, ha vuelto a quedar claro que el único concepto realmente valioso para los 28 de los mencionados más arriba es el de la estabilidad a toda costa, aunque esta venga de la mano de socios que no se distinguen precisamente por su respeto a los derechos humanos o a los valores democráticos.

Socios que, como ocurre ahora con Turquía y Marruecos, tratan también de sacar provecho de cualquier circunstancia, por trágica que sea, sabiendo que, como mínimo, son vistos como un mal menor, útiles para evitar que las tensiones y convulsiones que salpican la región puedan alterar un 'statu quo' que impusimos hace décadas. Así, no puede extrañar que tanto Erdogan como Mohamed VI entren en una puja por ver quién obtiene más fondos de la Unión para colaborar en el intento por frenar a los desesperados que se agolpan en sus propios territorios.

Mientras tanto, los Estados miembros, en lugar de cumplir con sus compromisos como firmantes de la Convención sobre el Estatuto de los Refugiados (1951), se afanan tanto en incrementar sus barreras interiores y las medidas de seguridad, como en asistir a unos gobernantes de los que no cabe esperar un trato digno a quienes transitan sus países en busca de una vida mejor. Y eso incluye seguir alimentándolos irresponsablemente con todo tipo de armas, posponer indefinidamente la aplicación de una verdadera zona euro-mediterránea de libre comercio o demonizar el islamismo político mientras se corteja o se contemporiza con los Jalifa Haftar o Bashar al Asad de turno.

A falta de la solidaridad más básica, el egoísmo inteligente debería servir para entender que a la Unión le interesa tener unos vecinos del sur y este del Mediterráneo con unos altos niveles de bienestar y seguridad, por la sencilla razón de que eso repercutiría muy directamente en nuestro propio bienestar y seguridad. Así se entendió en la época en la que Romano Prodi, como presidente de la Comisión Europea, ofrecía a nuestros vecinos del sur “todo, menos las instituciones”, entendiendo que la posibilidad de incorporarse a la dinámica comunitaria (sin entrar como miembros de pleno derecho en la Unión) era una zanahoria lo suficientemente atractiva para promover las reformas tan necesarias en el plano social, político y económico de los entonces llamados Países Mediterráneos No Comunitarios.

Por desgracia, esa visión ha perdido fuerza y en lo que seguimos empeñados hoy es en prolongar una situación de la cual somos los principales beneficiarios, aunque eso suponga contradecir los valores y principios que decimos defender y, de paso, alimentar el sentimiento antioccidental entre quienes se ven castigados por unos gobernantes apoyados tanto desde Bruselas como desde Washington. Solo cabe soñar con que el virus xenófobo y antieuropeísta que hoy se extiende entre nosotros no acabe de calar definitivamente y que el nuevo Parlamento Europeo y la nueva Comisión Europea reaccionen antes de que sea demasiado tarde. De nosotros depende.

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