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'Lawfare' hasta en la sopa

Vocales del CGPJ en pleno extraordinario, el 6 de noviembre.

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Los políticos no tienen el monopolio del populismo penal; los jueces también tienen su parte

Denis Salas

De niño la sopa siempre resulta repugnante pero creo que no yerro si afirmo que, de todas, la de letras era la menos intratable. O tal vez sólo nos pasaba a los infantes con una clara vocación. En realidad, jamás logré que se formara en la cuchara palabra alguna mas la posibilidad estaba allí, en todas las letras flotantes, que podrían haber formado cualquier mundo aunque jamás lo hicieran. Es la magia de las palabras y también su maldición. Las palabras que se forman y las que se deshacen o no se mentan. Pero todo significa, las palabras significan y su ausencia también. No en vano pues, un término ambivalente y confuso, importado de otras culturas políticas, ha pasado de ser de uso restringido por los autores de diversas disciplinas a convertirse en estas semanas en la palabra más pronunciada en vano de los últimos meses. Lawfare, chiquilla. No se les cae de la boca a los políticos y no pueden usarlo peor. Es obvio que con su empleo reiterado y confuso se le trata de quitar hierro y, probablemente, convertirlo en un arma que sirva contra todos. 

El lawfare –acrónimo de law y warfare– es una terminología introducida desde la realidad sudamericana por politólogos o juristas de cierta izquierda y tiene por ello una serie de connotaciones que es perfectamente posible soslayar si queremos entendernos. Aun así sólo se refiere a la utilización de los tribunales para persecuciones políticas. Yerra pues Sánchez cuando acusa de lawfare al PP por su negativa a consensuar un nuevo CGPJ. Eso es sinvergonzonería, filibusterismo, pero para nada lawfare. Y tampoco lo era en ningún sentido una sentencia confirmada por el Tribunal Supremo como fue la de la Gürtel –sin que se quitara párrafo alguno– como pretenden los senadores populares ni es lawfare investigar si una política encargada de la protección de menores, cuyo esposo ha sido condenado en firme por abusar de una menor bajo su tutela, intentó ocultarlo o hizo dejación de sus funciones. No es lawfare averiguar por qué el contenido del móvil de una señorita acabó en una revista o por qué se le entregó a una tercera persona y esta no se lo devolvió inmediatamente. Confundir lo que no me gusta o no me interesa con una guerra jurídica es inane desde el punto de vista ético e intelectual. 

Ahora bien, eso no puede significar la pretensión inmotivada de que el sistema siempre funciona a la perfección y de que no hay ningún individuo que participe en él que no se extralimite. El Supremo se fue de caña cuando se cascó un comunicado en el que afirmaba: “El ejercicio de la función jurisdiccional se ajusta siempre a la legalidad”. Es tanto como decir que no existe el juez que pueda pisar las rayas. Es probablemente ese maximalismo y esa ultra protección corporativa la que ha propiciado que muchos casos de extralimitación se cuelen sin tener ningún reproche. No cabe la menor duda de que hay casos puntuales y no generalizados, en los que todos los expertos coinciden, se pisan las líneas de esa legalidad en el ejercicio jurisdiccional. La principal duda consiste en si el sistema consigue corregirlos siempre, si sus efectos y daños son excesivos y deben ser enmendados y en último caso si hay correcciones legales que puedan realizarse para que tales casos no se produzcan o se minimicen. 

Para que un caso de utilización espuria del sistema judicial se produzca es preciso que se produzcan diversas disfunciones: a) una acusación ad hoc, sin base, prospectiva o con el mero objetivo de causar efectos políticos y que puede venir de la Fiscalía, de las policías o, en España, de la acusación popular; b) un juez instructor dispuesto a aceptarla y no archivarla de plano y a jugar con los tiempos y las diligencias de forma que ese daño se produzca y se extienda; c) participación de los medios de comunicación en el apuntalamiento de la veracidad de las denuncias y la justicia de la investigación, incluyendo el silenciamiento de las trapacerías procesales, y d) incapacidad del sistema de recursos y revisión por tribunales para detectar estos casos así como la voluntad de terminarlos sin que puedan cumplir su función. 

Es la teoría de queso gruyere y la aguja, tiene que pasar por muchos agujeros para que el daño final se produzca. Todos los elementos son importantes y sin el concurso de alguno de ellos es muy difícil que la injusticia se perpetre finalmente. Eso sí, el daño causado por su resolución tardía y por su difusión masiva es muy difícil de solventar. En mi opinión se producen pocas condenas finales y firmes derivadas de este uso espurio –sin negar que existan– pero demasiados procedimientos extendidos en el tiempo que finalmente son abortados por archivo o sentencia absolutoria, pero que causan los daños pretendidos por su extensión, intensidad y difusión. 

Esta disfunción, si uno es objetivo, ha existido siempre y ahí tienen la institución del aforamiento, que fundamentalmente pretende evitar que cualquier juez espontáneo pueda iniciar procedimientos de este tipo, basándose en el prestigio y solvencia del Tribunal Supremo. Eso sí, tal prestigio y tal auctoritas debe ser incuestionable y, en parte, eso es lo que se está perdiendo con el sobeteo político en los nombramientos. Es harto probable, además, que en los últimos tres lustros el nivel de manipulación se haya incrementado de manera exponencial. El uso elástico de las normas de competencia, el abuso del procedimiento secreto, la asunción acrítica de informes policiales, la poca exigencia del cumplimiento real de la legislación a la hora de admitir querellas incluso las presentadas por asociaciones de querulantes y hasta la práctica del derecho defensivo –el que actúa para no meterse en líos– por los jueces, lo hayan llevado a límites poco soportables por mucho que, en su gran parte, el sistema siga funcionando. 

El papel de los medios de comunicación en este grave problema tampoco es moco de pavo. La tarea de control de la prensa se ejerce informando sobre las decisiones poco ortodoxas o dudosas de los jueces y magistrados en un ejercicio informado y responsable de la crítica. Convertirse en caja amplificadora de procedimientos poco claros por motivos políticos no responde a ninguna ética profesional ni en realidad beneficia al negocio. Informar de los procesos cuando interesa a la línea editorial o a los intereses particulares y silenciar los hitos que benefician a los procesados o que contrarían a nuestros lectores, es una práctica insana e imprudente. Jalear actitudes claramente anómalas de jueces, magistrados o fiscales porque incomodan al adversario no es sino colocarse en el lado más nefasto de la mala praxis. 

En todo caso, no es una comisión parlamentaria la que debe revisar los funcionamientos insanos o directamente prevaricadores del sistema judicial. Debe ser el propio sistema, que tiene que contener las garantías necesarias para que sea extremadamente difícil manipularlo y que tiene que ser capaz de analizar con todas las garantías los casos sospechosos para castigarlos. El lawfare a Lula o a Navalni está muy alejado de los fallos de nuestro propio sistema. Aquí un Gobierno no tiene la capacidad de traspasar todos los agujeros del queso. Cuando les vuelvan a repetir aquella desafortunada frase de Sánchez –“y la Fiscalía, ¿quién la controla?”– reparen en que no es siquiera tan fácil que lo hagan y que después debería darse la connivencia de jueces instructores, tribunales de apelación de recursos, tribunales de enjuiciamiento, tribunales de apelación, Tribunal Supremo y Tribunal Constitucional. No es tan fácil que tanta gente se ponga de acuerdo para cometer injusticias. Al menos que... al menos que con el apoyo social, mediático y político de todas las fuerzas, un tipo de represión sea ensalzada como adecuada y proporcional, a pesar de las evidentes disfunciones. Piensen a ver si encuentran un ejemplo de cuándo ha pasado eso y piensen en por qué algunos hablan de lawfare para denominar lo que antes en nuestro país se llamaba Razón de Estado. 

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