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Una fortaleza para que mueran lejos de nuestra conciencia

Personas migradas en una manifestación por sus derechos, en Madrid. (Foto: Olga Rodríguez)

Olga Rodríguez

La voluntad de migrar está en nuestro ADN. Hay en el acto de moverse todo un deseo de superación que ha constituido la base de la resistencia del ser humano, la esencia de su supervivencia como especie. Se migra para escapar de la pobreza, de las guerras, de las hambrunas, de catástrofes naturales, pero también para conocer nuevos mundos, para saber, para vivir, para experimentar, para aprender, para prosperar. Así ha sido siempre y así sigue siendo en la actualidad.

La historia de las personas que viajan a otros países sin nada es la gran odisea contemporánea, protagonizada por Marco Polos a los que las experiencias y el conocimiento acumulados en sus trayectos les cambia la mirada y el alma. A lo largo de sus viajes se van adhiriendo a su piel más vivencias de las que nunca tendrán esos hombres occidentales que, encerrados en sus despachos de perspectiva limitada, llevan la batuta de gobiernos y finanzas.

Los harragas, los jóvenes dispuestos a ‘quemar’ las fronteras -como se dice en árabe- representan una de las máximas constataciones de la desigualdad que marca el mal funcionamiento de este planeta, en el que se condena a la clandestinidad a las personas sin papeles. Algunos migrantes no logran culminar el viaje y terminan engrosando ese enorme cementerio anónimo e ignorado sumergido en las profundidades del mar Mediterráneo o escondido entre el desierto del Sáhara. Conscientes de su posible destino, cada vez son más los que, en el punto de partida, pegan a su cuerpo con cinta adhesiva un papel plastificado con números de teléfono de sus familiares.

Dice el periodista italiano Gabriele del Grande, al que todos deberíamos leer para conocer y comprender el drama de los migrados, que “hay una guerra mundial contra los pobres” y nuestros países combaten en ella. Los naufragios de pateras son crónicas de muertes anunciadas y fomentadas por las políticas de los gobiernos europeos, que apuestan por elevar muros, reforzar fronteras y excluir de sus territorios a quienes no dispongan de recursos económicos.

Hay en la discriminación de los migrantes toda una lucha de clases contemporánea y simbólica. Se conceden visados a quienes tienen determinadades cantidades de dinero en el banco; se niega el permiso de entrada a quienes no disponen de recursos económicos. Se prohíbe el paso a los que menos tienen, ignorando la enorme riqueza social y cultural que tantos ‘pobres’ podrían proporcionarnos para complementarnos como ciudadanos.

Se destinan millones de euros para evitar la entrada a Europa de personas que en muchos casos merecerían el derecho de asilo -y que de hecho huyen de guerras o expolios en los que nuestros gobiernos participan directa o indirectamente-, perpetuando así la gran metáfora del uno por ciento encerrado en su torre de marfil, dispuesto a atacar a los otros para poder preservar su riqueza, concentrada en su codicia.

El modelo actual de nuestros países se asienta sobre el principio de desigualdad: explotamos materias primas de terceros, elevamos barreras para impedir el paso de personas y de los productos que hacen competencia a los nuestros, mientras permitimos la libre circulación de mercancías, dinero, armas, divisas, turistas. El poder favorece a las entidades financieras y sacrifica a las personas. Desde hace años Europa barre hacia fuera, externalizando sus fronteras, para que los migrantes mueran lejos de nuestras costas y de nuestra conciencia, en países vecinos dirigidos por dictadores ‘amigos’.

Tras la muerte de al menos 250 personas en el naufragio de Lampedusa, la Comisión Europea ha pedido el refuerzo de su misión en el Mediterráneo para interceptar pateras con inmigrantes a bordo a través de lo que denomina “operaciones de rescate”. Por rescate entienden la detención de personas que huyen de la pobreza. Cómo triunfan los eufemismos.

El dramático naufragio de Lampedusa no es un hecho aislado. Las personas que durante estos años han perdido la vida en las aguas del Mediterráneo o en el desierto, en viajes sin las mínimas garantías de seguridad, asumen riesgos tantas veces mortales porque los gobiernos europeos les cierran la posibilidad de otro tipo de entrada. El peligro no desaparece cuando alcanzan nuestro territorio. Aquí les aguardan cárceles por el simple hecho de no tener papeles, maltrato, criminalización, redadas policiales o expulsiones oficiales violentas que a veces les provocan la muerte.

Decía John Berger que la emigración es la experiencia que mejor define nuestro tiempo. En un mundo tan globalizado como el actual, donde nunca antes habíamos estado tan conectados, donde la diferencia entre ricos y pobres continúa creciendo, la migración no solo es una realidad, sino un derecho. Quienes intentan ejercerlo no solo luchan por una vida mejor, sino que, consciente o inconscientemente, están reivindicando un mundo más justo e igualitario.

Por mucho que se trate de posponer el debate, lo cierto es que los derechos y las necesidades de millones de personas condenadas a la pobreza son realidades incuestionables. Ante ellas, los dirigentes europeos apuestan por la exclusión, que es una forma de guerra. El discurso dominante las presenta desprovistas de identidad propia, atrapándolas en esa abstracción denominada “inmigrantes”, condenándolas a ser, en el mejor de los casos, simples víctimas, negándoles y negándonos toda su riqueza cultural y vital.

Nuestros gobiernos pretenden que aceptemos la desigualdad como algo natural e inevitable, desde nuestra presunta condición de privilegiados. Afortunadamente, cientos de barrios, de asociaciones vecinales, de organizaciones solidarias, cuestionan semejante máxima, enriqueciéndose, mezclándose, revitalizándose con el sonido de otras músicas, con la pronunciación de otros acentos, con el relato de otras culturas, con la fuerza de otras formas de vivir, con la presencia de otras sensualidades, con la acogida de los otros. Los otros, que también somos nosotros...

Hay en esta convivencia diaria todo un desafío a la uniformidad de lo inmóvil, a las puertas cerradas, a los muros elevados, a los lugares exclusivos, a la infranqueable Europa de alambradas de espino y fortalezas de cemento que expulsa o acepta a personas en función de las necesidades de mano de obra semiesclava y precaria.

En el idioma wólof, que se usa en Senegal, Gambia o Mauritania, solidaridad se dice ‘yapalante’. Toda una hermosa casualidad. Pero hay una Europa gris y vieja que prefiere dar la espalda a la solidaridad, condenando a los otros a la muerte o a la clandestinidad. Y con ello, condenándose a sí misma.

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