La meritocracia son las herencias
Solo se puede defender la existencia de la meritocracia desde una posición de privilegio que suele ocultar los favores y prebendas que sostienen la posición de quien la defiende. Hay que asumir que ese relato es magufería. Una idea acientífica del mismo porte que la negación del cambio climático, o las posiciones antivacunas, una renovación elaborada de las ideas de Margaret Thatcher de la negación de la existencia de las clases sociales que vemos de actualidad con su minion de Ayuso. Defender la cultura del esfuerzo y la meritocracia, es decir, el hecho de que sea el mérito lo que determina el éxito y el progreso social y no la posición de partida de privilegio, la herencia o el capital social, es una herramienta de las élites para mantener su situación de prevalencia frente a la masa mayoritaria de la clase trabajadora que aspira a prosperar. Existen pocos lugares de privilegio y no se quieren compartir. La meritocracia es una disciplina de control social muy elaborada que solo defienden quienes ya tienen una posición social de éxito, entendida en términos capitalistas, o por parte de aquellos que aspiran a que esas élites les dejen unas cuantas migajas y que, siendo útiles a los intereses de la burguesía, buscan blindar el acceso a las posiciones de mando y bienvivir.
El colmo del bienquedismo con quien procura los billetes de entrada a la fiesta de las oligarquías es presentar el discurso de la meritocracia como un intento pijo por negarle el esfuerzo a la clase trabajadora. Un artificio textual de tutela clasista construido a través de la negación del hecho científico de que ese esfuerzo no es el valor determinante para asegurar el progreso social y de que es solo el mérito el hecho relevante para poder progresar por encima de las acumulaciones previas de capital heredado. La tribuna de El País de Estefanía Molina se convirtió en argamasa para el extremo centro al confundir la existencia de la meritocracia con la negación del esfuerzo de las personas más humildes como método de supervivencia, como si el esfuerzo y el sacrificio fueran algo optativo para los hijos e hijas de la clase trabajadora, que si algo ansían es una sociedad que solo mida el mérito. Es entonces cuando tendrán oportunidades ante quienes consiguen ascender por enchufe, por su apellido, por el dinero de papá o por hacer mucho la pelota a quien tiene la capacidad para darles un buen puesto. No hay nadie que valore más el esfuerzo que quien viene de la clase trabajadora, por eso sabe que nunca será el valor primordial sobre el que se sustente el progreso, porque si fuera por trabajo la pirámide social se invertiría. El clasismo subyacente que denota el modo en el que se valora el éxito al asociarlo con el esfuerzo es una de las claves que enseñan a desencriptar quién es un farsante que quiere vender que su posición es lograda gracias al esfuerzo desde unos orígenes humildes. Para ellos solo se esfuerza quien consigue una buena posición o un buen trabajo, quien firma esas tribunas laudatorias del mérito ignora que nadie se ha esforzado más que aquellos que acaban su vida laboral con una pensión mínima.
El relato de la meritocracia tiene una intención, fraguada de arriba a abajo, contraria a los intereses de las clases populares y que trata de convencer al que no tiene capital social, cultural o económico de que esforzándose tendrá garantizado el progreso porque vive en una sociedad que prima el mérito por encima de otras consideraciones. El mensaje tiene como objetivo perpetuar la estratificación social a través de individualizar la salida al problema de la precariedad y además introducir en la clase trabajadora la culpa como elemento troncal que explica su situación de incertidumbre y pobreza. Si crees que la sociedad te proporciona grandes oportunidades que podrás aprovechar con tu esfuerzo la lógica consecuencia que surgirá cuando no lo logres es responsabilizarte a ti mismo de tu fracaso. Se produce la anomia, que es la incapacidad de la sociedad para dotar a los individuos de las metas prometidas, pero en vez de buscar en la sociedad al culpable lo encuentras en ti mismo. La frustración por esa incapacidad para recoger los frutos que la sociedad otorga a quien se esfuerza acaba de manera irremisible en ansiedad, depresión y otros problemas de salud mental. La única salida es la medicación. El relato de la meritocracia busca patologizar al individuo para que no busque salidas colectivas que pongan en peligro los privilegios de la burguesía.
Es sencillo encontrar pruebas para comprobar quién de verdad cree que el mérito, el talento y el esfuerzo deben ser los pilares sobre los que construir el modo en el que se dirime el progreso de las personas. Basta con plantear la abolición de las herencias. Es incompatible la existencia de un sistema basado en el mérito con la permanencia de las herencias, que son el principal sistema de perpetuación de capitales y privilegios del sistema capitalista y que son incompatibles con un sistema meritocrático. Para establecer el mérito como motor es imprescindible eliminar la desigualdad o al menos establecer un criterio que rebaje la brecha existente. Siempre habrá elementos intangibles como el capital social y cultural de las familias o el entorno de nacimiento, pero si de verdad quieren medir el esfuerzo pongan a competir a un miembro de la aristocracia o la burguesía con alguien de clase trabajadora partiendo ambos de cero en lo económico. No se atreverán, porque no saben lo que es la vida. Se los comen vivos. Sin herencias, todos pelearán con un punto de partida similar que hará una criba entre quienes no son capaces de prosperar sin el capital o la red de sus familias. La abolición de las herencias sería el verdadero factor equitativo que permitiría comenzar una sociedad en la que el mérito de verdad importe por encima de los capitales acumulados por antepasados. La herencia es la negación del mérito, porque es, en sí mismo, un capital acumulado por el mérito de otros. Si de verdad creen que estamos en una sociedad meritocrática atrévanse a abolir las herencias. Jueguen ustedes sin ventaja, sin las cartas marcadas, por una vez. Y a ver qué pasa.
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