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Mujer florero con pelos en el sobaco

Ana Requena Aguilar

Hay algo que define la experiencia cotidiana de las mujeres: la sospecha. Tú tienes que ir a la escuela, al instituto, intentar sacar adelante tu carrera universitaria (las que podemos), tener novios, ponerte vaqueros ajustados y vestidos cortos, acumular méritos y experiencia sexual (pero sin pasarte), conseguir un buen trabajo y, mientras haces todo eso, sacudirte las sospechas. Y depilarte.

¿No será que con esa falda va buscando guerra?, ¿por qué sacó sobresaliente si no suele tener buenas notas?, ¿por qué tiene siempre buenas notas?, ¿con quién se habrá acostado para ascender?, ¿por qué le han dado ese trabajo si casi no tiene experiencia?, ¿viste así para conseguir lo que quiere?, ¿cómo puede vestir tan mal?, ¿no ha tenido demasiados novios?, ¿es que solo ha tenido un novio?, ¿por qué va pintada como una puerta?, ¿por qué nunca se arregla un poco?, ¿no te parece un poco promiscua?

El efecto colateral de la renuncia de Pablo Iglesias a formar parte de un gobierno del PSOE con Unidas Podemos fue que la lupa se situó de pleno sobre Irene Montero. La preocupación por el bagaje y currículum de Montero es legítima, más cuando sobre la mesa está una posible vicepresidencia del Gobierno. Lo sospechoso es que esa misma preocupación no aparezca con la misma intensidad para cuestionar la capacidad política de otros líderes. Véase Albert Rivera o Pablo Casado, los dos orgullosos candidatos a la presidencia, cuyos currículum públicos han ido cambiando con el tiempo y no registran precisamente una gran actividad laboral en el sector privado (ninguna en el caso de Casado).

Lo que rechina es que esa preocupación vaya acompañada de comentarios que dan por hecho que Montero es una 'mujer florero', un mero apéndice de Pablo Iglesias, y de otros chascarrillos que la señalan por no tener unos sobacos estrictamente depilados.

El colegueo masculino no genera sospechas. Que la política y las dinámicas internas de los partidos están permeadas por las afinidades personales y no solo ideológicas es algo que se asume si los protagonistas son hombres. Los número dos o quienes ocupan los puestos cercanos al líder son entonces los hombres de confianza que se han ganado de forma natural su peso en el partido. Si hablamos de una mujer, ay, la sospecha.

Al parecer, mentir sobre tu formación, hinchar tu currículum o montar empresas para pagar menos impuestos no te invalidan para la actividad política ni te restan credibilidad para representar a tu país en un Gobierno, pero no depilarte sí. Si eres mujer, claro, porque no veo preocupación ni comentario alguno sobre los pelos que asoman por las espaldas y las fosas nasales de nuestros políticos (hombres).

Penalizar a las mujeres que se atreven a ocupar el espacio público y a disputar el poder en cualquier ámbito es una estrategia ya vieja, pero que sigue poniéndose en marcha. Es una penalización que toma forma en el canalillo de Angela Merkel, los “morritos” de Leire Pajín, la “tiorra” Anna Gabriel, la chaqueta amarilla de Inés Arrimadas, la dieta de Susana Díaz, o la “mujer florero” de Irene Montero. El caso es subrayar siempre lo que las mujeres son o aparentan para no centrarse en lo que dicen o hacen. Hacernos saber a todas, no solo a las protagonistas, que el escrutinio público de las mujeres que dan un paso al frente irá más allá de sus acciones y se centrará también en sus relaciones personales, en el conjunto que visten, en su manicura o en su depilación. Una sutil forma de decirnos que no somos bienvenidas.

A veces, aún hay quien muestra extrañeza porque haya menos mujeres dispuestas a entrar en espacios de poder. Crear entornos hostiles para las mujeres bajo la apariencia de 'esto es lo normal, si no te gusta no vengas' es una eficaz manera de ahuyentarlas. Y a pesar de todo, ahí estamos. Eso sí, muy cansadas.

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