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La mujer que mira a los hombres que cuentan la vida de las mujeres

Fotograma de 'La peor persona del mundo'

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Hace un par de semanas fui al cine a ver La peor persona del mundo, esa película de la que habla todo el mundo. El cine es algo tan placentero y ocioso para mí que me resulta un ejercicio culpable. Cuando estoy sentada en la butaca no soy nadie, no tengo que cuidar de nadie ni contestar mails de trabajo ni tengo prisa por llegar a ninguna parte. Mi cuerpo lo sabe y se instala en mí una extraña calma que apenas recordaba pues, desde que me convertí en madre hace tres años, esta es la primera vez que iba al cine sola. No sabía de qué iba la película, la elegí porque me venía bien la hora: era domingo y el padre de mi hijo se lo llevaba esa tarde, unas tres horitas, el tiempo justo para llegar al cine, ver la peli y volver a casa. Y allí me quedé suspendida en el tiempo dos horas en una sala abarrotada de gente y sumida en un profundo silencio roto tan solo por alguna que otra carcajada.

Confieso que, desde el primer fotograma, me quedé hipnotizada por el rostro de Julie (Renate Reinsve): su vestido negro, esos planos con el cabello rubio platino, esa expresión tan etérea. Y supongo que ahí estuve todo el rato: enganchada a su cara, a su cuerpo, a su estilismo, a su ligereza a pesar de todas las incertidumbres y malestares que atraviesa. La protagonista lo tiene todo, pero es profundamente infeliz. Y caprichosa y hasta un puntito vanidosa. Es como una enfermedad lo de la insatisfacción constante, un juego que consiste en perseguir antojo tras otro dejándose llevar por los estados afectivos. No sé por qué pensaba en Emma Bovary mientras la veía, quizá porque siempre me la he imaginado con un perfil hermoso y pálido, alta, esbelta. Como Julie, Bovary tiene todo lo que desea en sus manos y, a la vez, nunca está contenta. Al menos, así la retrata Flaubert: «Intentaba saber qué se entendía exactamente en la vida por las palabras felicidad, pasión y ebriedad, que tan hermosas le habían parecido en los libros».

Miraba a Julie y la amaba y también la envidiaba, claro, porque yo no he sido nunca ese tipo de chica con una belleza capaz de paralizar el mundo, con esa levedad que la hace atravesar Oslo de una punta a otra solo para colarse en una fiesta. Tampoco he sido ese tipo de chica que se ha permitido dudar tanto como Julie. Y por supuesto, nunca he tenido el cuerpo que tienen las mujeres que protagonizan las historias en el cine. Salvo el de Hannah Horvath (Girls), probablemente, la única mujer con la que me he identificado físicamente en la pantalla en mis 36 años de vida. En esas estaba cuando salí del cine y volvía a casa con la calma en el cuerpo y, al mismo tiempo, todas las emociones en un confuso e infinito revoltijo. No sé por qué me temblaba el cuerpo. Una vez pasada la agitación primera —parecía que, en lugar de haber ido al cine, me había lanzado al vacío en paracaídas—, pensé en el arquetipo que representaba aquella protagonista: mujer joven, algo perdida, algo confusa, que está buscándose a sí misma. Me gustó que hablara de sus deseos, que pusiera esos deseos en el centro porque a las mujeres no se les ha permitido hacerlo, me gustó que se hablara sobre que ser madre sea una opción y no un camino cristalino, sin dudas. Pero me fallaron tantas cosas que, cuando llegué a la puerta de mi casa, la película se me había desmoronado entera en la cabeza. 

Me acordé del ensayo de Siri Hustvedt “La mujer que mira a los hombres que miran a las mujeres”, que habla sobre cómo los artistas hombres retratan a las mujeres en sus cuadros. Hustvedt decía un par de cosas interesantes que me sirven para hablar de cómo Joachim Trier, director y coguionista de La peor persona del mundo, ha contado la vida de Julie. Por un lado, que los artistas (de toda índole) solo son parcialmente conscientes de lo que hacen. ¿Era totalmente consciente Trier de cómo ha retratado a una mujer joven y occidental en el siglo XXI? Por otro lado, que, al mirar el cuadro de `La mujer que llora´ de Picasso se sintió perturbada. Algo así me ocurrió con Julie: quería seguir mirando y al mismo tiempo su figura me repelía. «Aunque estoy mirando una persona que llora, me parece un retrato cruel. ¿Qué está sucediendo?». 

Había otras mujeres parecidas a Julie en mi memoria sentimental: Annie Hall, Frances Ha, Hannah Horvath, Fleabag o las protagonistas de Conversaciones entre amigos de Sally Rooney. Todas ellas mujeres jóvenes que desean, que se buscan, un poco perdidas, un poco culposas, personajes femeninos capaces de reivindicar el derecho de una mujer a no saber qué hacer con su vida. Y todas ellas están acompañadas, todas ellas tienen una o varias amigas que hacen de espejo. Salvo Annie Hall y Julie, las únicas retratadas por hombres. Y aun así, hay un momento en que Annie Hall confiesa en terapia que “a veces creo que debería vivir solo con una amiga”. Pero Julie, no. Julie está sola en el mundo. Todas las relaciones profundas de Julie en la película son con hombres: Aksel, un novio mayor y exitoso, Eivind, otro novio que comienza como amante, y un padre ausente. La única vez que Julie habla de su madre, por ejemplo, es para decir que cree que la relación ya no es buena porque ahora ella se ha ido a vivir con su novio. La única vez que la vemos relacionarse con otras mujeres (dos amigas de su novio que están casadas y son madres) hay una sensación de incomodidad y competencia entre ellas. Cómo no se me va a desmoronar Julie. Vuelvo a lo que se preguntaba Hustvedt. Aunque estoy mirando a una mujer que llora, me parece un retrato cruel. Es cruel que Julie esté tan sola en el mundo, que compita con todas las mujeres con las que se relaciona y que solo establezca relaciones profundas con hombres y siempre con el amor romántico en el centro. Fleabag, Hannah, Frances, Frances y Bobbi tienen amigas, son amigas, son hijas y hermanas, se relacionan con ellas y hablan entre ellas y se construyen en torno a ellas —y es así, las mujeres nos sostenemos unas a otras y unas sobre otras. Me acordaba también de algo que Elena Ferrante pone en la boca de Lenù en Las deudas del cuerpo, que los hombres se inventan a las mujeres y en sus relatos las moldean a su gusto y semejanza. Me apena Julie, igual que me apenaba Emma Bovary, lo perdida que están —lo perdidas y solas que las han retratado— es también un reflejo de ese relato patriarcal que ya no tiene sentido seguir reproduciendo. Si Julie hubiera tenido alguna amiga, una hermana, una madre, una vecina, una compañera de trabajo, alguna mujer con la que comentar esa búsqueda, las palabras felicidad, pasión y ebriedad hubieran cobrado otro sentido.

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