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Aquí no hay quien viva

Fachada de un edificio de la ciudad de Madrid.

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Durante varios años viví en un apartamento en Madrid cuyo propietario era un gran tenedor (al que llamaremos Patrimonio, por poner nombre en clave). En concreto, Patrimonio poseía un 60% de los apartamentos del edificio, junto a un porcentaje similar de las plazas de garaje. Casi todos los apartamentos eran iguales: una habitación sin armario, una pequeña cocina con una puerta corredera que daba al salón y un baño bastante decente, de baldosas azules. Por las características de los pisos, prácticamente todos los que vivíamos de alquiler teníamos entre 20 y 30 años. Así que nos fuimos conociendo y terminamos creando un grupo de Whatsapp comunitario, algo que parece sacado de un guion de Aquí no hay quién viva. En realidad, resultó bastante útil. Por ejemplo, a través del grupo descubrimos que cada inquilino pagaba una cifra distinta por el mismo piso, cifras que aumentaban cada año sin ningún tipo de criterio unitario. En nuestro caso, cuando entramos a vivir pagábamos 650 euros al mes que al cabo de unos años se terminaron convirtiendo en 800. Pero los había con alquileres superiores a los 900 euros mensuales.

Durante el confinamiento enviamos un escrito común preguntando si, dado que nuestro arrendador era un gran tenedor, tendríamos alguna posibilidad de rebaja temporal o algún tipo de mejora en las condiciones. Algunos de mis vecinos se habían quedado sin trabajo. Otros estaban en ERTE. La inmobiliaria respondió que no. El resultado: durante los meses siguientes prácticamente todos los inquilinos que llevábamos años en el edificio lo terminamos dejando. Y el grupo de Whatsapp pasó a mejor vida, a ese báratro tecnológico al que se van a morir las notificaciones.

Hace unas semanas me llegó un paquete a ese antiguo edificio y recibí una llamada de mi exportero, un acontecimiento similar a que te llame una expareja. Se produce entonces una conversación nostálgica, salpicada con generalidades. Cuando fui a recoger el paquete, mi ex (portero) me mostró su insatisfacción con estado del edificio: “Os fuisteis mucha gente responsable, que pagaba religiosamente y cuidaba los apartamentos. Ahora entran y salen cada año diferentes inquilinos dejando los pisos hechos un desastre”, me dijo. “Todo por la codicia”, añadió. Posible título de una película de Almodóvar.

Me he preguntado desde el viernes qué opinará Patrimonio de la nueva ley de vivienda. Probablemente se haya sumado a las advertencias de otros grandes propietarios de que los alquileres subirán para hacer frente a nuevos gastos como el de las inmobiliarias. Advertencia o amenaza, llámalo como quieras. La ley contempla algunos avances importantes, pero en la regulación de los precios de alquiler la propuesta ofrece varias vías de escape. La más obvia es que las propias comunidades autónomas decidirán si aplicar los topes de alquiler en las zonas tensionadas. Y, por tanto, a priori no se aplicará allí donde gobierne el PP. También está la dificultad de los nuevos inquilinos para comprobar los precios de los anteriores contratos o la inclusión de gastos adicionales.

Pero lo cierto es que los grandes tenedores no necesitan una nueva ley de vivienda para subir los precios de los alquileres. Lo llevan haciendo ininterrumpidamente los últimos años. Lo cierto es que no necesitan una nueva ley de vivienda para seleccionar a los inquilinos sobre la base de criterios inciertos, algunos potencialmente discriminatorios; también lo llevan haciendo los últimos años. Lo cierto es que tampoco necesitan una nueva ley de vivienda para empeorar la calidad de los pisos, también lo llevan haciendo ininterrumpidamente los últimos años. Un simple dato: en el momento en el que escribo esta columna, en Idealista en Madrid (lamento la referencia centrista pero es la ciudad en la que vivo), se ofertan 9.587 casas y pisos en alquiler, de los cuales 719 son bajos. De esos 719 bajos, solo 36 tienen un precio inferior a los 700 euros mensuales. De la ley es esperable que se consigan taponar todos esos abusos y todas esas vías de escape.

Y mientras tanto, ahí sigue el verdadero problema de fondo en España: el ínfimo porcentaje de vivienda social existente, apenas un 2%. Una de las claves para controlar eficazmente el problema de los alquileres es que exista una oferta pública capaz de arrastrar a la privada. En este sentido es celebrable el anuncio que conocimos ayer. O como asegura el dicho: nunca es tarde si la movilización de viviendas de la Sareb es buena.

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