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No os tenemos miedo

La presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso (i), conversa con su jefe de gabinete, Miguel Ángel Rodríguez, en una imagen de archivo. EFE/ Lenin Nolly

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En el siglo XIII, el emperador de Manchuria ordenó que algunos soldados con conocimientos de caligrafía y gramática viajaran empotrados en las tropas del imperio para dejar constancia de sus territorios y conquistas. A su regreso y, una vez asesinado y depuesto el emperador, sólo uno de los relatores había sobrevivido. Fue obligado a leer sus escritos por el nuevo jefe de los ejércitos -Gengis Khan- ante el que describió las atrocidades de las que había sido testigo hasta concluir con una aterradora metáfora que describía el resultado de la batalla como “un baño de sangre”. El emperador dio una orden tajante que fue inmediatamente ejecutada: “No le maten. Córtenle la lengua y las manos y arránquenle los ojos. Que jamás se sepa lo que he hecho”.

Esta historia que le robo a mi admirado y veterano periodista Migue Ángel Nieto, de su magistral artículo sobre La grandeza de la crónica, nos enseña los orígenes del oficio de los relatores que, desde muchos siglos atrás, tenían encomendada la misión de dejar constancia de la realidad de su tiempo.

El heredero actual de aquel oficio del relato y la noticia es el periodismo, salvando las distancias de siglos y circunstancias. Lo que asombra es que hayan pasado ya tantos años y siga todavía vigente esa tensión autoritaria del poderoso que, al sentirse señalado y amenazado por el escribano -que da testimonio de la verdad de los hechos- llega al punto de ordenar su inapelable destrucción. Hoy, lamentablemente, hay motivos evidentes para pensar que el ser humano apenas ha evolucionado desde los remotos tiempos de Gengis Khan, con la novedad de que en este siglo XXI el poder viene a sustituir la mutilación física por la moral. “Vais a tener que cerrar. Os vamos a triturar”.

El gran escritor uruguayo Eduardo Galeano dejó dicho que “la mejor manera de colonizar una conciencia consiste en suprimirla”, y no se puede estar más que de acuerdo si se contemplan los tiempos actuales donde los hechos nunca son lo que parecen, una cosa es y no es al mismo tiempo y cuando la verdad no importa.

También Galeano nos alertaba de la perversión de las gentes poderosas que, por definición, se sienten más tranquilas amparadas en las “repúblicas del silencio”, como así denominaba a algunas sociedades que sobreviven tapando bocas mediante el miedo y las amenazas a los denunciantes de verdades incómodas e incluso subversivas. Si la literatura debe encender conciencias, los hombres y mujeres periodistas tienen la obligación de dejar constancia de la realidad porque su profesión implica un compromiso ineludible con su misión social de ofrecer a la ciudadanía una información veraz. Al contrario de lo que pueda parecer en estos tiempos de “cambalache” en los que todo se revuelve en el mismo barro, ser periodista -como ya nos prevenía el gran Chaves Nogales- no es oficio de “un agente iletrado que acarrea noticias” de un lado a otro sin otra responsabilidad ni aspiración. “El periodismo no es esto -escribió-. Parece mentira que aún sea necesario decirlo”. Y sí, es necesario aclararlo aunque para ello tengamos que bajar la cabeza y, con humildad, admitir que “para ponerse a escribir en los periódicos (lo mismo sirve para televisión y radio) hay que disculparse previamente por la petulancia que esto supone, y la única disculpa válida es la de contar, relatar, reseñar”. Desde ese punto de partida y con la ética profesional como más valioso bagaje ha de caminar el periodismo en el desempeño de su función primordial de intermediación, imprescindible en toda sociedad democrática.

¿Por qué la intermediación periodística es esencial para garantizar una información veraz que permita a la ciudadanía tomar decisiones con conocimiento de causa y, por lo tanto, en libertad? En una respuesta simple, bastaría con señalar que es trabajo del periodismo contrastar las noticias, es decir, cuestionar la desinformación. Con esta explicación sería suficiente pero hay mucho más.

Me remito a la autoridad del politólogo italiano Giovani Sartori para decir que “Si la democracia es (como lo es) un sistema político en el que los ciudadanos tienen voz en asuntos importantes, entonces la ciudadanía en democracia no puede permanecer desinformada respecto de esos asuntos públicos”. Precisamente, los y las periodistas tienen encomendada la labor de garantizar que exista en la opinión pública información suficiente de los asuntos que le incumben, de acuerdo con el reparto de equilibrios del Estado de derecho de un sistema democrático. Baste mencionar que los derechos a una información veraz y a la libertad de expresión (art. 20 de la Constitución) son dos caras de la misma moneda que han de ejercerse de acuerdo con las normas profesionales -derivadas de códigos y convenciones internacionales-, las leyes y límites legalmente establecidos.

En el contrato social de reparto de libertades y derechos, obligaciones y responsabilidades, a la profesión periodística le corresponde conocer, investigar y difundir los hechos de la realidad, con rigor y honestidad, siempre dentro de la legalidad y al servicio al interés general, así como a reconocer con valentía los errores. El compromiso con los derechos humanos (la medida más fiable, a mi juicio, del interés general) ha de ser la divisa de su comportamiento, olvidando sus intereses particulares o personales, aficiones, creencias, ideologías u otros condicionantes. Por eso no es aceptable que cualquier tipo de circunstancia personal se interponga entre los deberes de quien ejerce el periodismo y sus relaciones personales, sean del cariz que sean. La vigilancia del poder obliga a los profesionales a mantenerse muy cerca de quienes lo ejercen, pero el trato personal ni debe ni puede ser motivo para que renuncien a su labor. Pero tampoco puede ser justificación para un trato degradante del político con la periodista. Es un equilibrio inestable pero que ha de ser escrupuloso entre uno y la otra y no hay confianza ni amistad que valga, si la hubiere, para proferir insultos y amenazas. “Son dos personas que tienen una relación de confianza de muchos años”.

“¿De quién me fío?”, se pregunta a menudo la audiencia. Y la respuesta no puede ser otra que “del periodismo” pero, como ya se ha dicho, sólo es merecedor de ese nombre y la confianza resultante el ejercicio profesional de acuerdo con los principios éticos mencionados de rigor y honestidad, respetando las libertades personales y actuando siempre en aras del interés común para ejercer el control y vigilancia de políticos, funcionarios y poderes públicos.

Por su parte, es obligación de los gobiernos facilitar el trabajo periodístico con la máxima transparencia y asumir las críticas que de él se deriven. Con varias décadas de experiencia del nuevo modelo mediático y comunicacional, ya podemos colegir que las amenazas al derecho a una información veraz no provienen sólo de controles, censura, propaganda o amenazas más o menos veladas del poder sino de un peligro superior, si cabe, por desconocido y emboscado: la saturación informativa, a menudo, disfrazada de periodismo.

En el totum revolutum del espacio digital -prácticamente nada se escapa al mundo virtual y el papel es un mero soporte físico de algo que ya se ha hecho viejo en la red- proliferan bulos, haters (odiadores profesionales), desinformantes particulares o mercenarios, bots comerciales o políticos, influencers al servicio de intereses varios y ralea de toda clase no siempre ajenos al trabajo de poderosos gabinetes de propaganda. Obviamente, hemos de recordar que “nada de esto es periodismo”, como decíamos con Chaves Nogales. Porque “información veraz” no es, ni mucho menos, cualquier cosa que esté viajando por la red sino, muy al contrario, como bien indica Sartori, “el ruido es irrelevante para la democracia”.

No basta con recordar las obligaciones que las democracias imponen a los poderes públicos, se impone denunciar la dolosa vocación de algunos gobiernos y ciertos partidos políticos, empeñados en la eliminación de los controles periodísticos mediante el descrédito y la desinformación siguiendo la senda marcada por el trumpismo y el inexplicable resultado que ha dado esta táctica en varios países. Todo empieza por el desprecio y ataque personal a los y las periodistas, cuya dignidad se ofende expulsándolos de sus campañas electorales, ruedas de prensa o, abiertamente, negando su honestidad. A esta misma maniobra política obedece el trato confianzudo y faltón de algunas autoridades cuando se enfrentan a preguntas incómodas. “Me pinchas y no sangro”.

Cuando Donald Trump -como hemos visto en muchas ocasiones en la trayectoria mediática de este histrión- se revuelve contra profesionales de diarios prestigiosos o cadenas de televisión críticas con su gestión, se niega a responder a sus preguntas y les grita “¡fake!”, lo que pretende es atacar su prestigio y credibilidad. En definitiva, es el primer paso para derruir el muro que supone la intermediación periodística entre el poder político y la ciudadanía. Al fin y al cabo, Internet les permite una interlocución directa, que resulta mucho más cómoda y eficaz para la difusión de sus mentiras, medias verdades o intencionadas provocaciones.

De este modo, lo que hacen estos especímenes del populismo y la demagogia es recurrir al tópico “dejadme solo” del torero fanfarrón porque saben que ciudadanos desinformados o, simplemente, confundidos caerán pronto en las redes de sus manejos y asumirán que la realidad es un elemento que se construye a base de convicciones y creencias personales. Como bien nos recuerda Soledad Gallego, citando a Orwell y Camus, “la mentalidad totalitaria requiere que aceptes que la verdad proviene de la ideología” cuando “la verdad se basa en los hechos”. En ese territorio mandan las vísceras en detrimento del cerebro, las emociones frente a la razón y el espectáculo en lugar de la evidencia de los hechos.

Periodistas que cumplen con su deber, según las normas y el compromiso más arriba mencionados, son incómodos y enfurecen a los poderosos, ya sean políticos, empresarios, líderes sociales o banqueros. El pseudo periodismo inmoral y sectario les da la coartada perfecta para descalificar a toda la profesión. Creen que sin periodismo viven mejor.

Es la ética la que nos construye periodistas, la defensa de los débiles y la búsqueda de la igualdad lo que nos concierne y la convivencia en paz de la sociedad a la que servimos lo que nos hará merecedores de la confianza de nuestras audiencias. Ese es el reto y esas son las obligaciones a las que nos hemos comprometido al abrazar el periodismo, sin temores ni embargos que lastren nuestra independencia, pero también sin miedo a las amenazas y represalias. Porque del miedo nace el odio que nos destruye y nos impide actuar como la ciudadanía se merece. Por eso no os tenemos miedo Rodríguez/Ayuso. No nos lo podemos permitir.

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