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Ensayo general

No todo es plata en la vida

Escena de Weak rangers, de Lucía Seles.

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Hace unos días arrancó la última temporada porteña de mi primera obra de teatro, Una casa llena de agua, un monólogo que protagoniza Violeta Urtizberea, dirigido por Andrea Garrote. Empecé, entonces, a difundir la venta de entradas; me sorprendió, aunque no sé por qué, si yo vivo en internet y estoy muy al tanto de todas las batallas culturales locales y globales, la cantidad de gente que me comentó: “¿Esto no lo habrá pagado el 'Estado argentino', no?”. No parecían bots, tampoco; se veían como el resultado de una exitosa campaña que instaló como nuevo sentido común que este país está como está por culpa de sus artistas (nota de la autora: Una casa llena de agua hizo su primera temporada en el Cultural San Martín, dependiente del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, que nos dio una suma muy modesta para producir la obra y un muy buen acuerdo porcentual en relación con las entradas, como parte de los esfuerzos estatales para sostener el arte en pandemia; toda esa temporada llenamos el teatro tres veces por semana, lo cual recuperó con creces la inversión inicial del Estado, incluso teniendo en cuenta el porcentaje favorable que nos habían ofrecido; después de eso, hicimos cuatro años de salas llenas en teatros privados de la Ciudad de Buenos Aires y varios de las provincias. Lo que se dice un caso 'exitosísimo' de cooperación Estado/mercado para todos los involucrados). 

Por estos mismos días, se difundió un video en el que Guillermo Montenegro, intendente de General Pueyrredón, difundía sus intenciones de convertir el festival de Mar del Plata en “el festival de Netflix”; algo de cuya viabilidad comercial dudo (en general uno sale de su casa para ver cosas que no se pueden ver en casa, a menos que efectivamente se arme algo social en torno de la experiencia colectiva de ver una película en el cine con otra gente, como pasó con Argentina 1985), pero que supuestamente tiene la intención de sostener el festival sin impactar las arcas de los marplatenses (habiendo ido al festival varias veces, me sorprende que todos esos días de restaurantes y hoteles llenos fuera de temporada realmente generen un impacto tan negativo en Mar del Plata, pero no tengo esa cuenta en la mano así que solo manifiesto mi inquietud). El mensaje del Gobierno y sus acólitos es claro: la cultura no hace dinero, y lo que no hace dinero no sirve para nada. Y no es extraño que el mensaje cale: tiene la ventaja de ser simple, difícil de discutir y estar a tono con el zeitgeist mucho más allá de Milei y de la Argentina. Sobre todo, está a tono con el espíritu de la juventud. 

“No todo es plata en la vida” antes era algo que podía decirle un chico a su padre; hoy es algo que puede decirle un padre a un hijo. La cultura mainstream la consume gente joven y en el teatrito independiente de 30 asientos te cruzas a los cuarentones de siempre. Los jóvenes dejaron vacante la cultura de la rebeldía no en tanto grito y protesta contra el sistema (cosa que sí ejercen, en el lenguaje libertario sobre todo: el aparato conceptual contra la casta cumple ese papel perfectamente bien) sino en tanto otra pata de la idea de rebelión que desde los sesenta fue muy importante, el deseo de la construcción y el alojamiento por fuera del sistema; no ser admitidos en el mainstream económico, sino construir y habitar espacios que el mainstream económico no controle. Los pocos artistas que veo circular haciendo lo que quieren sin preocuparse por pegarla, hasta a espaldas de pegarla (I Acevedo, Cecilia Pavón, Lucas Martí, Lucía Seles, supongo que puedo pensar en un par más) tienen todos más de 40 años. No digo que no existan más jóvenes, habrá mil contraejemplos: pero la ética y la estética juveniles hoy son las del éxito, y con orgullo. No queda mal ni que se note que te importa más cortar tickets que tu búsqueda artística. Incluso es al revés: si decís “yo lo único que quiero es guita” sos fresco y auténtico, igual que Milei, igual que Trump, que en lugar de caretear lo políticamente correcto, dicen “lo que todos estamos pensando”. Valorar otras cosas más allá del éxito económico y el status (ser considerado un macho alfa o una mujer de alto valor) aparece como algo evidentemente falso, algo que nadie puede pensar o sentir de verdad. Incluso la reivindicación de los valores tradicionales, que teóricamente tenían muy poco que ver con esto.

En este contexto, no obstante, sí entiendo el retorno a la iglesia o a la religión organizada en general. Dan ganas, incluso, de reivindicar el amor romántico que criticamos tantos años y con razón, porque entre la chica neotradicional que propone dedicarse a servir a un marido porque eso en el fondo te va a traer más satisfacción y seguridad económica y la que propone conseguirse un tipo con plata que te pague todo (arreglo mucho peor que la prostitución, porque se verá más elegante el daddy desde afuera pero al menos la relación prostituta-cliente tiene límites más claros en tiempo y espacio), la enamorada que llora todo el día por uno que no le da pelota al menos está atravesando una experiencia genuina y que no tiene nada de instrumental, una experiencia que vale por sí misma. 

Ya lo he dicho: hay una ventaja conceptual enorme en usar una sola cosa (la plata) para explicarlo todo. Una sola cosa, además, que todos entendemos para qué sirve. Cualquiera que haya estudiado filosofía sabe que son más convincentes los sistemas conceptuales simples que los que, encima de ser enrevesados, apelan a conceptos y valores más vaporosos y más difíciles de consensuar: cuando una quiere defender la importancia de algo menos concreto como el valor de la experiencia estética o de la experiencia colectiva tiene todas las de perder. Esto no es nuevo: lo que sí es novedad es que esta batalla, en las últimas décadas, no era tan necesario darla en la educación de niños y adolescentes, porque era la juventud la que traía ese esquema de valores y la escuela y los padres los que los venían a disciplinar y aburguesar. Veremos qué pasa ahora que todo está al revés.

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