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La noche que Trump despistó a todo el mundo

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En la madrugada del martes al miércoles arrancan los debates presidenciales de esta campaña entre Donald Trump y Joe Biden. Hace cuatro años, en estas mismas fechas, tuvo lugar el mismo enfrentamiento entre los dos candidatos Hillary Clinton y Donald Trump. Aquel choque pasó directamente a los libros de historia de la comunicación política. La dureza y el tono despectivo y grosero de Trump jamás se habían visto en un acontecimiento de esta envergadura. Sin embargo, lo realmente trascendente de aquel encuentro fue algo que originalmente pasó desapercibido para los medios y que sólo después de las elecciones pudo ser valorado en su justa medida.

Fue la noche del 26 de septiembre de 2016. A las 9 PM arrancaba en la Universidad de Hofstra, no muy lejos del aeropuerto John F. Kennedy de Nueva York, el primer debate presidencial de la campaña que enfrentaba a Trump y a Clinton. El debate fue moderado por Lester Holmes, el presentador estrella de los informativos de la NBC, al que el candidato republicano ya había atacado al calificarlo públicamente como un demócrata convencido.

La importancia de la intervención inicial

El debate prometía ser intenso después de una dura campaña marcada por la larga serie de polémicas desatadas por el agresivo estilo impuesto por Donald Trump y sus continuas sacudidas contra Hillary Clinton y su permanente duelo con los grandes medios de comunicación estadounidenses. La expectación era máxima. Todos los analistas se concentraron para ver el arranque del esperado choque.

En aquel entonces, Donald Trump era más conocido como estrella televisiva (como presentador del reality The Aprentice) que por su emergente carrera política. Se le suponía un dominio del escenario que contrastaba con la gélida capacidad comunicativa de su oponente. Por el contrario, la falta de capacitación política del empresario se suponía que podía suponer una clara desventaja frente a la dilatada experiencia y preparación de Clinton.

Todos los que han trabajado en la preparación de debates políticos saben la importancia que suele darse a las primeras intervenciones. Se supone que es el momento de máxima atención de la audiencia que, posteriormente, poco a poco, se suelen ir desenganchando de la discusión. Ambos candidatos están frescos y tienen la oportunidad de marcar su objetivo desde el primer momento.

Un alegato aparentemente insignificante

Cuando Holmes dio la palabra a Trump, muchos se quedaron descolocados. El candidato republicano arrancó de la siguiente forma: “Tenemos que detener que nos roben nuestros trabajos. Tenemos que detener que nuestras empresas se marchen de Estados Unidos y despidan a la gente”. Su alegato nacionalista se centró incluso en un pequeño ejemplo poco conocido para todo el mundo: “Basta con que miren a Aire Acondicionado Carrier en Indianápolis. Se han ido y han despedido a 1.400 personas. Se han marchado a Méjico. Cientos y cientos de empresas están haciendo lo mismo”.

Se esperaba que fueran a las urnas casi 140 millones de norteamericanos y Trump se dedica a hablar de una pequeña fábrica de aparatos de aire acondicionado que había despedido a 1.400 trabajadores. El mundo entero se quedaba un poco atónito con la entrada. En Trump, sonaba a un toque demagógico intrascendente y casi anecdótico. Ni siquiera se trataba de un asunto que hubiera sido abordado por los grandes medios nacionales. Apenas algunos locales de Indianápolis lo habían tratado sin darle además una cobertura exagerada.

La nieta de Hillary Clinton

La entrada de Hillary Clinton sonó mucho más adaptada a los cánones tradicionales: “La cuestión central en estas elecciones es qué tipo de país queremos ser y qué tipo de futuro queremos construir juntos”. Introdujo, eso sí, una curiosa alusión: “Hoy mi nieta cumple dos años y pienso mucho en esto”. Parecía evidente que pretendía además de abordar desde arriba los grandes problemas del país, intentar romper su imagen de mujer fría y calculadora aludiendo a su supuesta atención a su nieta. No sonó ni natural, ni cálido.

Al día siguiente, ningún medio se centró en este peculiar arranque. Fue noticia en todo el mundo cuando Clinton se refirió a su oponente como “un hombre que ha llamado a las mujeres cerdas, guarras y perras”. Y, sobre todo, a las descalificaciones de Trump a la clase política tradicional que representaba la líder demócrata y a dejar claro su enorme satisfacción por haberse conocido: “Tengo un temperamento ganador. Sé cómo ganar. Ella no sabe cómo ganar”.

Los siguientes debates aumentaron en virulencia y los medios se centraron en los insultos, descalificaciones y provocaciones que Trump fue vertiendo contra Hillary Clinton. Ella contraatacó como pudo. En los tres debates, las encuestas dieron como ganadora a la candidata demócrata resaltando la falta de elegancia del hoy presidente y la banalización del discurso político. Todo se centró en el uso del improperio y la amenaza como estrategia en la discusión electoral. El día de las elecciones, la media de las encuestas vaticinaba una cómoda victoria de Clinton sobre Trump.

El silbato del perro

Sin embargo, todo esto sólo fue falso escaparate. En realidad, las elecciones demostraron que un curioso fenómeno se había extendido bajo los radares sin que casi nadie lo apreciara. En la comunicación política es conocida la técnica del Dog Whistle (El Silbato del Perro). Consiste en lanzar un mensaje que no es apreciado por el público en general y por los medios de comunicación y que, sin embargo, es captado por la gente que se siente directamente aludida y que es la única a la que afecta lo que se decía. Eso es lo que hizo Donald Trump en el arranque de aquel histórico debate.

El equipo de Trump había estudiado con detalle cuáles eran los territorios donde Clinton podía tener más problemas. Aislaron aquellos estados en los que la candidata había salido derrotada por Bernie Sanders en las primarias y en los que existía un claro descontento contra lo que ella representaba. En Indiana, por ejemplo, Sanders había derrotado a Clinton por casi 7 puntos de diferencia. Indiana forma parte de los estados del Rust Belt (El Cinturón de Óxido), la zona del norte del país en torno a los grandes lagos castigada durante décadas por la demolición de un modelo industrial casi ya inexistente. Indiana era casi el único reducto republicano con que contaban en un área de histórico dominio demócrata.

La campaña de Trump dedicó especial atención a cuidar a aquellos que pudieron sentirse afectados directamente por aquellos 1.400 trabajadores de Carrier en Indianápolis. Hombres y mujeres de aquella región que podían entender a qué se refería el famoso presentador de realities televisivos cuando recuperaba el viejo slogan de Reagan del MAGA (Make America Great Again).

Ganar usando la calculadora

El primer martes de noviembre de 2016, más de 137 millones de norteamericanos votaron. Las encuestas acertaron en el reparto general de votos. Clinton obtuvo el apoyo de casi 66 millones de electores. Trump se quedó tres millones por debajo. Ambos vencieron en casi todos los estados donde estaba previsto. No hubo prácticamente ninguna sorpresa. La conmoción saltó cuando se contaron los votos de tres estados del Rust Belt que siempre solían ser demócratas. En Pennsylvania, Trump ganó a Clinton sólo por 34.000 votos. En Wisconsin, por 22.000. Y en Michigan, por 10.000. Sumados, por unos 67.000 votos Trump se llevó los tres estados que necesitaba para ganar las elecciones. Sobre el total de votantes, el 0,05 de los electores decidió que la historia de Estados Unidos iba a cambiar.

Trump parece un maníaco, megalómano y egocéntrico capaz de cualquier cosa. Y posiblemente lo sea. Cuenta con un equipo de conocidos expertos en todo tipo de estrategias absolutamente inimaginables en una contienda democrática honorable. Pero, además, saben lo que hacen en todo momento. A la vista de que las cifras de las encuestas este año van sensiblemente peor que las de hace cuatro años a estas alturas, se espera una campaña durísima y más allá del límite de lo que hayamos conocido hasta ahora.

Este verano, el actual presidente recuperó como jefe de campaña a un polémico personaje, Bill Stepien. Se trata de un curioso estratega al que le gusta trabajar siempre fuera de los focos y con una especialidad casi obsesiva, el manejo de los datos hasta donde la tecnología actual pueda llegar. No sabemos qué van a hacer, pero que los fuegos de artificio de Trump no nos distraigan. Ellos saben perfectamente lo que buscan y cómo distraer a los que sólo se fijan en el brillo del espectáculo mediático.

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