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Noticias terribles

Varias personas consultan sus teléfonos móviles. Archivo

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Tengo que confesarles una cosa: hace una semana que casi no leo la prensa, ni oigo la radio, salvo programas musicales, ni veo la televisión, especialmente las noticias. No sé cómo lo sienten ustedes, pero, yo personalmente, no puedo más. A mí me afecta lo que oigo y lo que veo. Mucho. Y como no puedo hacer nada para paliar tanto dolor, tanto sufrimiento, tanta locura, prefiero no enterarme. Sí, hago exactamente eso que están pensando: cerrar los ojos a la realidad.

Pero, disculpen un momento. ¿Es esa la realidad? ¿Qué realidad? ¿Toda? ¿O una selección de los millones de cosas que pasan constantemente en el mundo destinada… a qué? A que el público esté informado, nos dicen. ¿Informado de qué? 

Da la sensación de que lo único que debemos saber es lo más terrible que sucede: las guerras, las masacres, los atentados, las violaciones grupales, los asesinatos… ¿Quién ha decidido que todo eso es lo que de verdad nos importa, habida cuenta de que no es más que voyeurismo, que no hay nada que podamos hacer para frenarlo, paliarlo, mucho menos impedirlo?

Y ya que estamos… otra pregunta: ¿para qué nos sirve? ¿Por qué pensamos que un buen ciudadano o ciudadana de un país moderno y democrático debe dedicar horas de su tiempo –horas, porque con menos no llegamos a estar informados– a enterarse de todas las catástrofes que suceden en cualquier lugar del mundo, además de todos los desastres, corrupciones y vergüenzas patrias?

Cada vez estamos más angustiados, cada vez hay más depresiones, trastornos de ansiedad, ataques de pánico. La población del primer mundo toma más fármacos que en toda la historia de la civilización para poder sobrellevar no ya sus propios problemas –que los tiene, y muchos– sino toda la basura psíquica que nos cae encima por ese afán desmedido de estar informados, de no perdernos nada, de estar siempre pendientes de lo último, que, además, suele ser lo peor.

Muchos partidos políticos trabajan con el miedo de la población, lo fomentan y lo explotan. Las redes sociales y los medios de comunicación, hambrientos de clics y likes, seleccionan lo más horrible, lo más salvaje, para servírnoslo a toda hora, minuto a minuto, para tenernos en vilo, para lograr que la química de nuestro cuerpo se dispare constantemente frente a esas noticias que percibimos como amenazas directas a las que tenemos que reaccionar de inmediato (ya saben: descarga de adrenalina, huir, enfrentarse o hacerse el muerto), y que nos enferman.

Empezamos a pensar que no hay futuro, que no hay salida, que las generaciones venideras tendrán que vivir, si sobreviven, en el vertedero físico y moral que les hemos legado.

¿Por qué no se hace hincapié en todo lo bueno que también pasa en el mundo? ¿Por qué ese interés en crear terror, inseguridad, angustia en la población? ¿Por qué nuestros medios de comunicación nos están creando la peor imagen posible del mundo en que vivimos, eligiendo conscientemente lo peor de todo lo que sucede? 

Parece que las buenas noticias no venden ni interesan, que a nadie le gusta alegrarse del éxito o la buena suerte de otros, mientras que nos han entrenado a disfrutar de las catástrofes, siempre que no nos sucedan a nosotros y las veamos por la tele o leamos los titulares en la prensa. Decimos que nos da mucha pena y que nos parece lamentable, pero seguimos las noticias del horror y muchos hacen clic sobre los vídeos más tremendos para no perderse nada mientras se fuman un cigarrillo en una pausa o se toman un café con leche en el bar.

Estoy muy harta. De verdad. No quiero más noticias de horrores, ni más políticos que se insultan y propagan un bulo tras otro o sueltan barbaridades simplemente para mantenerse en boca de todo el mundo.

¿Dónde han quedado las utopías? Parece que ahora ni siquiera nos gusta el mero pensamiento de que podríamos hacerlo mejor. Si quisiéramos. Si nos dejaran. Si no nos acosaran constantemente con lo peor que somos capaces, como especie, de hacerles a otros seres humanos.

¿Cómo vamos a enseñar a las generaciones jóvenes que hay esperanza, si no hacemos más que regodearnos en los crímenes más obscenos? 

Los seres humanos somos constructivistas. Hasta cierto punto podemos vivir en la realidad que elegimos y adaptarla a nuestras necesidades. Somos capaces de reaccionar frente a las situaciones de formas muy diversas y, con ello, hacerlas mejores o peores para nosotros. Si siempre elegimos informarnos de lo más terrible, lo bueno pasará desapercibido o se calificará de ingenuo, pero la ingenuidad no es necesariamente mala. Según el diccionario, es sinónimo de “candor” y la definición de esta es: “Sinceridad, sencillez, ingenuidad y pureza del ánimo”. ¿Es eso malo, o estúpido? Nos vendría estupendamente que la sociedad se decantara hacia esas virtudes.

¿Qué ganamos uno a uno, cada cual en su casa, con enterarnos detalladamente de los horrores que están sucediendo a miles de kilómetros sin que podamos aportar nada para que dejen de suceder? ¿Y por qué precisamente esos horrores y no otros? ¿Por qué los ataques, masacres y bombardeos merecen más atención que los horrores a los que están sometidas las mujeres en países como Afganistán, Irán y muchos otros? ¿A quién beneficia tener una población europea aterrorizada o crispada o adaptada a ir normalizando la más salvaje de las violencias?

No lo sé y casi casi no quiero saberlo, porque tampoco puedo hacer nada en contra. Lo que puedo hacer es concederme unas vacaciones de noticias de ese tipo, leer novelas y ver películas u obras de teatro en las que lo negativo quede compensado con la solidaridad, el humor, la generosidad, incluso con la restauración del orden después del caos, por muy ingenuo que suene. Puedo fijarme en lo bueno, en lo positivo, felicitar a los que han hecho algo de bien para nuestro mundo. Puedo no dar alas a los que insultan y mienten, no citarlos, no retuitear sus patochadas; puedo no aumentar la audiencia de los peores programas ni de las noticias más escabrosas, ni hacerle el juego a la prensa amarilla. Puedo no opinar de lo que no entiendo y no meterme en discusiones partidistas en las que nadie oye para entender otro punto de vista, sino simplemente para contestar y tratar de imponer su criterio, acertado o no. 

Es una aportación muy pequeña, pero es una que todos podemos hacer. 

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