La nueva normalidad se llama ultraderecha
Acertaron los sondeos. Emmanuel Macron era el favorito, aunque existía el temor a un cataclismo parecido al del Brexit en Reino Unido o el de Trump en los Estados Unidos. Europa respira hoy aliviada después de que los franceses, muchos con la nariz tapada, reeligieran al actual presidente de la República, tan solo para cerrar el paso a Marine Le Pen. Aun así, la extrema derecha está más fuerte que nunca. Cuatro de cada diez franceses han abrazado con entusiasmo y dado el mejor resultado de su historia a un proyecto que es claramente una amenaza para los fundamentos sobre los que está construida la UE.
Hay señales de alarma. En Francia, en Europa y por supuesto en España, donde Vox ha entrado por primera vez en un gobierno, avanza imparable en las encuestas y algunos de sus dirigentes celebraron en París el resultado de sus homólogos franceses. Lo peor es que el problema para la política tradicional no ha hecho más que empezar. En Francia está por jugar aún la tercera vuelta en las legislativas de junio y en España, antes de que llegue el verano se celebrarán las andaluzas. La fragmentación del mapa político junto a la práctica desaparición de republicanos y socialistas puede dejar a Macron con una mayoría insuficiente porque Le Pen sumará los votos del más extremista aún Éric Zemmour y Mélenchon, seguramente los de un electorado socialista huérfano de liderato. Y en Andalucía no hay ningún sondeo que otorgue a Juan Manuel Moreno la mayoría absoluta, lo que probablemente le obligará a incluir a los de Abascal en el gobierno, salvo que el socialista Juan Espadas facilitase con sus votos la investidura, y de ahí en adelante surgiera una nueva dinámica en la política española que, de momento, no se atisba en el horizonte medio.
La nueva normalidad no es por tanto la ausencia de mascarillas, sino la consolidación de la ultraderecha como posible opción de gobierno. La xenofobia, el racismo, el nacionalismo y el antieuropeísmo han dejado de asustar porque parece que a la gente le preocupa más la subida desorbitada de los precios y cómo pagar las facturas para llegar a fin de mes por encima de cualquier otra circunstancia. La derrota de Le Pen con más de un 41% por ciento de apoyo, junto a la histórica abstención en las elecciones del pasado domingo son un claro ejemplo de ello y una evidencia más de que las opciones ultra forman parte de un nuevo paisaje político, en el que el debate ya no se libra en torno al eje izquierda-derecha, sino al de la desigualdad y la pobreza -en ocasiones extrema- de las clases trabajadoras.
Europa, y en especial España, harían bien en tomar nota porque el tablero se complica. Y no parece que hasta el momento los partidos tradicionales hayan sabido leer bien el pálpito de la sociedad. Ya no basta con agitar cada mañana el miedo a Vox desde la izquierda ni tampoco esconderse del problema como hace Núñez Feijóo para no retratarse con Abascal o desvelar, más allá de la que ya ha tejido Alfonso Fernández Mañueco, hasta dónde está dispuesto a llevar su relación con la ultraderecha.
Si lo que se pretende es frenar el avance de una opción que amenaza la democracia, hace falta una estrategia más elaborada, y no tanta escaramuza y tanto eslogan. Quizá sería un comienzo empezar con una nueva narrativa que reconozca y aborde los problemas cotidianos, que huya de la política instantánea en la que manda el trazo grueso, la imagen del día, los 140 caracteres y los mensajes simplistas sin matices ni grises.
La respuesta grosera, que es el arma preferida de la ultraderecha, no exime a los que gobiernan de la obligación de ofrecer respuestas esmeradas y tampoco de buscar soluciones para los problemas de la sociedad del siglo XXI, no de los del XX. Si las democracias liberales quieren ganar la partida al populismo deberán cuanto antes impulsar nuevas dinámicas porque los códigos, las reglas y las soluciones han de ser otras si lo que se pretende es volver a resintonizar con los que votan. Es momento de la política con mayúsculas. En Francia y en España.
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