Nuevos rituales
Oí hace poco que enero es el mejor mes para los gimnasios; las inscripciones suben enormemente, supongo que por lo que decía en mi último artículo de los famosos propósitos de año nuevo.
Dejando aparte el asunto de la obsesión optimizadora que han conseguido inculcarnos y que es en gran parte responsable de que consideremos necesario tener un cuerpo no solo sano, sino conforme a los cánones de belleza imperantes, he estado pensando lo curioso que resulta el cambio que se ha producido en la sociedad.
Antes los seres humanos vivíamos sujetos a la voluntad de los dioses, o de dios (cuando nos hicimos monoteístas). Había una casta de sacerdotes que interpretaban la voluntad divina y nos decían lo que podíamos o no podíamos hacer, lo que debíamos evitar, lo que estaba prohibido comer, en qué épocas se podía hacer esto o aquello, de qué debíamos abstenernos para resultar agradables a los ojos de dios y ganarnos un puesto a su derecha, con los justos, cuando abandonásemos este mundo. Además de todas estas restricciones, también ayudaba a ganarse el otro mundo el dar limosna a los pobres y sustanciosos regalos a la Iglesia como institución, ya que era la intermediaria entre nosotros, los pecadores de aquí abajo, y la gloria ultraterrena a la que aspirábamos.
En el último siglo las cosas fueron cambiando y, poco a poco, nos fuimos dando cuenta de que gran parte de todo aquello era un simple montaje para mantenernos controlados a través del miedo y la mala conciencia, para explotarnos y manipularnos. Lentamente nos fuimos liberando de las restricciones impuestas a las que ya no veíamos sentido: nada de ayunos y sacrificios de Cuaresma, nada de prescindir de carne (en todos los sentidos) los viernes, nada de ir a confesar y acudir regularmente a misa, nada de recibir todos los hijos que dios nos enviara, ni de jurar fidelidad hasta la muerte a nadie. Vivíamos en una efervescencia de libertad y todo tipo de restricción nos parecía insultante porque limitaba nuestra capacidad de decisión, así como nuestros deseos y aspiraciones, y nos imponía una voluntad ajena.
Sin embargo, cuando parecía que habíamos conseguido liberarnos del yugo de las imposiciones religiosas, empezamos a entrar en una nueva serie de imposiciones, primero voluntariamente elegidas (o, al menos, eso parecía) y luego cada vez más rígidas, lo que nos deja con una capacidad de maniobra más y más pequeña.
Cada vez con más frecuencia nos vamos encontrando con gente que no come carne, ni toma alcohol, ni se alimenta de nada que no tenga certificado ecológico, o bio o como se llame en cada país. Gente que ayuna regularmente, que se va a dormir y se despierta siempre a la misma hora, tanto si es laborable o día de fiesta o ha salido con amigos, que hace sus ejercicios “religiosamente” o va al gimnasio sin perder un día, o sale a correr haga el tiempo que haga.
Misteriosamente para mí, estamos volviendo a una forma de vida llena de prohibiciones, pero ahora no por motivos religiosos ni ultraterrenos, sino por razones de salud, de belleza y de la difusa e imposible meta de ser eternamente jóvenes. Los nuevos sacerdotes son los y las influencers, las revistas -¿se han dado cuenta de cuántas revistas hay ahora sobre salud, belleza, ejercicio físico, yoga, musculación, meditación, autoayuda, etc.?-, las aplicaciones para el móvil y la publicidad de todo tipo de productos.
Igual que sus colegas antiguos, los actuales “sacerdotes” tratan de convencernos de que, si no seguimos sus indicaciones, no alcanzaremos la felicidad, que es el nuevo dios. Ahora lo ultraterreno ya no es tema, pero sí la dicha en este mundo, la admiración de los demás por nuestro cuerpo, nuestros músculos, nuestra belleza exterior, ya que la de dentro no importa demasiado, precisamente porque no se ve.
Los gimnasios se han convertido en los nuevos templos donde uno se consagra a sí mismo, a mejorarse a sí mismo, donde se hacen sacrificios, se paga con dolor, se hace lo que sea necesario para llegar a la meta de mirarse en un espejo y gustarse. Cada uno o una establece unos objetivos junto con su entrenador personal, hace un plan y trata de cumplirlo a rajatabla por duro que resulte. Se eliminan de la alimentación el alcohol, al azúcar, la grasa, la sal. Se habla incluso de “pecar” cuando alguien, desesperado de tanto ascetismo, se permite una copa o un trozo de tarta o un plato de paella. Antes nos resultaban ridículas las personas que se tomaban en serio la Cuaresma -beatas, meapilas, se les insultaba- y ahora nos tomamos con absoluta naturalidad que en una cena, una boda o cualquier ocasión festiva de reunirse a comer, haya que pensar en menús especiales para vegetarianos y veganos. Ahora hemos vuelto a algo similar a lo de “mi religión me lo prohíbe”, pero ya no nos burlamos de ello, lo que es un progreso, evidentemente, y ya no es una religión en sentido estricto, sino una “toma de conciencia”.
Nos compramos voluntariamente, o pedimos que nos regalen, un tracker que llevamos en la muñeca y nos “obliga” a movernos, a dar un número de pasos por hora, a que nuestro corazón suba de frecuencia periódicamente y a que bebamos suficiente agua. Nos sentimos culpables cuando, al final del día, nos damos cuenta de que no hemos cumplido los objetivos o hemos “caído en tentaciones” que nos habíamos prometido evitar.
No deja de resultar curioso todo esto, y con frecuencia me pregunto si no será que los seres humanos necesitamos que nos prohíban cosas, las que sean. Leí una vez en un estudio antropológico que, al parecer, ningún grupo de humanos come absolutamente todo lo que sería comestible en el lugar donde vive, que siempre hay cosas que están declaradas como “tabú” sin que quede claro el porqué. Ahora estamos en una época donde casi todo se ha vuelto difuso. Las fronteras de lo aceptable y lo no aceptable se han desdibujado y, se supone que, en principio, cada uno puede hacer lo que quiera, al menos en costumbres culinarias y con su tiempo de ocio. Sin embargo, yo veo cada vez más intransigencia en el comportamiento de la gente de mi alrededor, y más afán de proselitismo. No basta con que alguien haya decidido prescindir de carne en su alimentación; es que es incapaz de ceder mínimamente si ha sido invitado a comer y el guiso lleva un hueso de jamón. Y después se pasa toda la comida hablando de lo terrible e irresponsable que es comer carne. O las personas que, con mucho esfuerzo y sacrificio consiguen no faltar al gimnasio un solo día y se permiten llamarte toda clase de lindezas cuando tú no lo haces o no lo quieres hacer.
Las mismas personas que encuentran incomprensible que los musulmanes no coman alimentos que procedan del cerdo y que los judíos no mezclen en el mismo plato productos lácteos y cárnicos, se someten a unas prohibiciones voluntariamente elegidas que consideran irrenunciables y que, en muchos casos, lucen con orgullo como estandarte del comportamiento correcto y concienciado frente a los que seguimos pensando que los seres humanos somos omnívoros por naturaleza.
Y por si no hubiera quedado clara esa paulatina sustitución de los religioso por lo mundano, no me resisto a citar una última palabra que se ha adueñado de las revistas y la publicidad: “rituales”. Ahora aquello de meterte en el baño antes de irte a la cama, lo de lavarte los dientes y la cara y quizá ponerte una crema para las ojeras o una hidratante, de pronto se ha convertido en un “ritual de belleza” y, como todo el mundo sabe, un ritual es un conjunto de reglas establecidas para el culto o ceremonias religiosas. De modo que volvemos a lo mismo: tan orgullosos de habernos librado de las imposiciones de la Iglesia, y ahora resulta que hasta lo que hacemos en el baño es un ritual.
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