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Oler a mierda, ser una mierda

'Factoría. La explotación industrial de cerdos'. Castilla-La Mancha, 2020
25 de octubre de 2021 22:24 h

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El activismo en defensa de los otros animales, los animales no humanos, lleva mucho tiempo alertando de las consecuencias que para la especie humana y el planeta acarrea su explotación. No se le ha hecho mucho caso precisamente porque el eje de su combate son los derechos de los otros animales, aunque esas consecuencias fueran las mismas que ahora se denuncian desde la preocupación de nuestra especie. Aun así, las noticias que llegan al respecto se ignoran con rapidez.

Hace pocos días, se publicaban aquí las condiciones de esclavitud en las que trabajan los empleados en los mataderos españoles. Eso ya había salido a luz muchas veces, pero no se le dio la importancia debida. A fin de cuentas, los esclavos de los mataderos españoles suelen ser personas migrantes; sobre todo, marroquíes y subsaharianas. Así que, nada. Pero esas condiciones ya fueron denunciadas en 2018 por las propias trabajadoras en el programa Salvados, de Jordi Évole. Y antes habían sido profusamente expuestas en el libro Comer animales, del famoso escritor norteamericano Jonathan Safran Foer, publicado en España en 2015. Y después lo contó Manuel García Pereira, quien trabajó en un matadero, en su libro Maltrato animal, sufrimiento humano, publicado en España en 2019. Son solo unos ejemplos de que la explotación laboral a la que son sometidos los trabajadores en los mataderos no es una noticia nueva. De hecho, los trabajadores del matadero Le Porc Gourmet [sic] en Osona (Catalunya), perteneciente al Grupo Jorge, se movilizaron en 2017 contra su situación, reflejada incluso en el informe de una inspección de trabajo. Tampoco es nuevo que se haya vuelto a olvidar en apenas unos días.

También se denuncia ahora que la ganadería industrial está devorando el planeta y que las macrogranjas están llenando la llamada 'España vacía', provocando despoblación. Que ese pestilente negocio es una amenaza real para la calidad de vida y el futuro de los humanos que viven en esas zonas. Que los purines intoxican la tierra y contaminan los acuíferos con antibióticos, metales pesados y nitratos, y que muchos municipios ya no disponen por ello de agua potable. Ahora empieza a insistirse (aunque se olvida rápido) en que el modelo de producción masiva de animales para el consumo humano ha duplicado el número de vacas y multiplicado por cinco el de cerdos desde los años 60. Greenpeace alerta de las consecuencias: “contaminación de aguas, emisiones de efecto invernadero, uso de enormes extensiones de tierras, deforestación para pastos y para cultivo de alimento para ganado, daños a la salud y abusos a los animales”.

Todo ello es cierto y el activismo en defensa de los animales lleva denunciándolo mucho tiempo. Pero obsérvese que en casi todas las noticias y denuncias sobre esta alarmante situación que no proceden del movimiento animalista la crueldad hacia los animales viene en último lugar de la lista de los horrores. Ese rezagado lugar es el reflejo de la perversión moral con la que se comunica la situación de esos millones de animales no humanos que son, en sentido estricto, las primeras víctimas de la infernal industria que afecta a todos los habitantes del planeta. Hay explotación laboral, hay racismo, hay efectos climáticos, hay despoblación humana. Los vecinos dicen que no quieren “oler a mierda”, lo que debe interpretarse también en un sentido estricto. Pero los animales no humanos apenas se mencionan.

Vivir oliendo a mierda es, obviamente, un mal plan de vida. Imaginemos, pues, lo que es para esos millones de animales no humanos, sintientes también como los humanos, no ya vivir oliendo su propia mierda (nacer oliendo mierda, crecer oliendo mierda, parir oliendo mierda, padecer enfermedad y dolor oliendo mierda, ser arrastrado a un camión oliendo mierda, ser llevado a un matadero oliendo mierda), sino vivir siendo considerados la mierda misma. Ser una mierda. El cuerpo, cosificado. El sufrimiento, desoído. Los intereses, ignorados. Vivir siendo los últimos de la fila de unos horrores provocados por la vida a la que son condenados. Cuando se comunican esos horrores, las vidas de los animales (que diría Coetzee) debieran ser las primeras de la lista. Así es el compromiso del fotoperiodista Aitor Garmendia, que en su investigación sobre los mataderos españoles (visitó 16 mataderos entre 2016 y 2018) demostró con sus imágenes y sus informes que los constantes abusos “no son casos aislados de maltrato animal sino que forman parte de un régimen de explotación sistemática que cuenta con respaldo institucional”.

Investigadoras de la Universitat Pompeu Fabra de Barcelona publicaron en 2016, a través del consejo científico del Centre for Animal Ethics (UPF-CAE), un documento titulado 'Recomendaciones para una cobertura periodística ética de los otros animales'. Su principal objetivo era “servir al interés público y al progreso social para promover una disminución global de la violencia en el planeta, recordando que, ante el sufrimiento, no se puede ser neutral”, y las pautas que ofrecieron a periodistas y medios para tratar la información y la comunicación que atañe directamente a los individuos de otras especies resultan hoy especialmente necesarias, aunque las noticias sobre macrogranjas y mataderos tarden poco en desaparecer de los titulares. Seguirán apareciendo, pues el problema (ético, moral, medioambiental, poblacional, social) es grave y persistente, y urge enfocar la mirada y el lenguaje. Bien que nos preocupemos de una vez por esos intereses humanos que el propio movimiento por la liberación animal lleva tanto tiempo señalando también. Pero siempre considerando que los animales no humanos están en la primera línea de este conflicto y que su terrible sufrimiento físico y psicológico no debe ser relegado a un papel secundario. Está mal que los humanos vivamos oliendo a mierda. Está muy mal que los no humanos vivan siendo una mierda.

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