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El caso Otegi: un laberinto judicial que pone a prueba la democracia

José Antonio Martín Pallín

El laberinto judicial comienza en una puerta abierta por un estudio de los especialistas policiales sobre las estrategias diseñadas por la banda terrorista ETA para buscar, según los redactores del análisis, una vía que les permita combinar su actividad terrorista con alternativas políticas. En principio, no ponemos en duda la profesionalidad y la capacidad de investigación de los que han elaborado el minucioso trabajo que concluye señalando a Arnaldo Otegi como uno de los mentores y protagonistas directos del plan. 

Ahora bien, un informe de esta naturaleza no pasa de ser una aportación que podrían confirmar otros estamentos especializados en esta clase de análisis académicos en el seno de un debate sobre el pasado, el presente y el futuro del terrorismo vasco. En una sociedad democrática que respete los principios y garantías del debido proceso, un trabajo de esta naturaleza, por sí solo, nunca puede dar lugar, sin otros elementos probatorios, a una condena a diez años de prisión a la persona que se considera dirigente de una organización terrorista. 

La Audiencia Nacional, tomando como base de los hechos probados, las conclusiones de los redactores del informe condena a Otegi “por la persistencia en el tiempo de su criminal actuar, planificando, impulsando la serie de contactos con otras personas en aras a la elaboración de la nueva estrategia de ETA, desarrollada en el seno de la Izquierda Abertzale” y añade, por su propia cuenta, sin que lo hubiese solicitado ni el Ministerio Fiscal ni la Asociación de Víctimas del Terrorismo, como pena independiente y no accesoria, la inhabilitación especial para el ejercicio del derecho de ser elegido para cargos derivados de la voluntad popular, durante el tiempo de duración de la condena, lo que, en todo caso, quiere decir que la inhabilitación se subordina a la duración de la pena de prisión.

La inconsistencia e insuficiencia de las pruebas no es una opinión exclusivamente personal, ya que se encuentra avalada por un voto particular de la Sala Segunda del Tribunal Supremo, que de forma minuciosa, examina el contenido del estudio académico-policial y llega a la conclusión de que se trata de meros indicios o especulaciones, sin carga probatoria alguna, que necesariamente deben llevar a la anulación de la condena y a la absolución del condenado. La sentencia del Tribunal Supremo, finalmente se adopta por una exigua mayoría de tres votos contra dos.

Además del anteriormente reseñado, existe otro voto particular disidente, formulado por el inicial ponente, que proponía la anulación del procedimiento y la devolución a la Audiencia Nacional por falta de imparcialidad objetiva de la presidenta del Tribunal.

Precisamente en este momento se inicia el laberinto al que me refería al principio. No se puede discutir, en el ámbito de un proceso penal que nadie puede ser condenado a penas de naturaleza distinta a las solicitadas por las acusaciones. Lo contrario vulneraría el principio acusatorio con la consecuente nulidad e inconstitucionalidad de la pena. 

Pero es que además existe otra incongruencia llamativa que se deriva de la sentencia dictada por el Tribunal Supremo al resolver el recurso de casación interpuesto contra la sentencia de la Audiencia Nacional. El Tribunal Supremo, según los tres votos mayoritarios, admite, en parte, el recurso de casación formalizado por el condenado y le considera, no como dirigente sino como un simple partícipe en la trama puesta en marcha para dinamizar la nueva estructura de la organización terrorista.

Creo que cualquier lector me entenderá si afirmo que el grado de culpabilidad o la intensidad de la culpabilidad del dirigente no es la misma que la de un mero partícipe, así lo dicta la lógica y así lo dice el legislador.

En consecuencia, rebajar la pena de prisión de diez años a seis años y seis meses, conlleva el consiguiente impacto favorable en todas las consecuencias accesorias derivadas de la pena y por supuesto en la pena de inhabilitación especial para ser elegido en cualquier clase de comicios. Los efectos beneficiosos de una rebaja de la pena se deben aplicar de oficio, cualquiera que sea la posición que haya adoptado el letrado que redactó el recurso de casación, de forma estrictamente proporcionada a todas las consecuencias derivadas de la duración de la pena de prisión. La posición contraria lesionaría los principios de legalidad y de proporcionalidad, elementos inseparables del grado o de la intensidad de la culpabilidad, como ya hemos comentado.

Al no hacerlo así, estimamos que el Tribunal Supremo, en el ejercicio de sus facultades, no ha tenido en cuenta las previsiones legales que establecen, que los efectos favorables de sus sentencias se deben extender, incluso, a los que, no han recurrido, con mucha más razón a aquellos que han ejercitado favorablemente, por lo menos en parte, su derecho al recurso.

El Tribunal Constitucional acaba de cerrar las posibilidades de salir del laberinto. Con una simple resolución de trámite rechaza de plano el Recurso de Amparo, sin entrar en el fondo de una cuestión que estimo merecía un análisis más profundo. La única vía de escape marca el camino de Estrasburgo, sede del Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Cuando llegue su decisión ya se habrán celebrado las elecciones vascas.

Tratar de ajustar una sentencia a los principios de racionalidad y congruencia y de protección de los derechos fundamentales, no afecta para nada a la seguridad jurídica, por el contrario resalta el valor de los principios constitucionales y la coherencia del sistema democrático.

La razón y el derecho no pueden seguir por caminos paralelos ignorándose mutuamente cuando deben ir indisolublemente unidos. En este caso, además, la interpretación contraria nos llevaría a la vulneración de otro derecho constitucional, como el que se consagra en nuestra Carta Magna al proclamar el derecho de todos los ciudadanos a la participación en los asuntos públicos. Este derecho fundamental solo puede ser limitado en los casos estrictamente previstos por la ley.

En este punto, el debate trasciende más allá de lo que algunos pudieran considerar como pura técnica penal y procesal para afectar de lleno a los principios esenciales de nuestro sistema democrático.

La banda terrorista ETA ha causado un sufrimiento, calculado e insensiblemente asumido, a todas sus víctimas. Imbuidos de un pensamiento mesiánico que les otorgaba la “legitimidad” y la “justificación” para imponer sus objetivos políticos con las bombas, los tiros en la nuca, la extorsión o los secuestros no dudaron en utilizar esta vía como expresión de su ideario político. Estos métodos son doblemente despreciables; por ser hechos criminales y por haber puesto en peligro la convivencia y la estabilidad democrática. El fallido golpe de Estado del 23F esconde, entre sus detonantes, la barbarie sistemática de la banda terrorista.

La democracia tiene sus principios y valores a los que se debe de ceñir si quiere salir fortalecida. El Estado de Derecho, como elemento sustancial y no meramente formal, es la culminación de su grandeza.

A muchos nos siguen provocando rechazo cualquier intento de justificación de un pasado sangriento. Por encima de todos estos sentimientos, creemos en el profundo valor del debate político y de la confrontación dialéctica, utilizando la palabra y la inteligencia, como única forma de presentarse ante la sociedad solicitando su apoyo electoral.

Si caemos en la tentación de cristalizar la legalidad o bien nos dejamos arrastrar por emociones irracionales, habremos socavado nuestros valores fundamentales. El profundo respeto a la libertad y la justicia son los firmes pilares sobre los que asentar el orden jurídico y la paz social en una sociedad democrática.

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