Un pacto de Estado de las izquierdas que impacte en el Estado
Llama la atención que desde las múltiples (ya casi caricaturescas) fragmentaciones de las izquierdas se escarbe en la trayectoria política de Compromís para tildar de electoralista la propuesta que lanzó Mónica Oltra de una gran plataforma que las aúne. Se la acusa de buscar ahora el reforzamiento de su espacio político a través de una alianza con una de esas fracciones, la de Errejón, tras haber perdido con Podemos el empuje que tuvo antes gracias a la alianza con esa formación. Puede ser un análisis certero, pero a estas alturas no debiera importar: en el tablero de la política se juega según marca el momento e indica la posición de las piezas. No es el momento de especular sobre las razones que impulsan ahora a Oltra, ni de reprocharle que defienda el posicionamiento de su coalición política (lo que, por definición, es su misión como líder de la misma, y lo que, por otra parte, trata de conseguir cualquier líder de cualquier formación).
En el deseo de Oltra de que se sumen las izquierdas hay una razón superior que debiera ser la única que hoy importe. En realidad, dos, y las dos históricas: una de índole, digamos, anímica, por lo que supondría de saludable para el cuerpo social, incluso sanador, la materialización de una unión que al no ser capaz de articularse impide avanzar en unos objetivos que, de manera general, son comunes; y otra, de índole inmediata, que son los resultados electorales de las izquierdas el próximo 10N, sin duda mucho mejores de conformarse esa plataforma, y el impacto que ello tendría en la formación del gobierno nacional y en el freno al bloque de las derechas y ultraderechas, que avanza posiciones. Ante metas tan altas no debería importar cómo hemos llegado hasta aquí las unas y las otras.
En realidad, Mónica Oltra ha pedido al desbaratado mosaico de las izquierdas que se ordene en una suerte de pacto de Estado (eso sí, con minúsculas: un estado de ánimo) entre ellas, que es exactamente lo que las izquierdas necesitan (y lo sabemos: podríamos decir que lo están pidiendo a gritos), porque es exactamente lo que necesitan muchísimas personas en este Estado, desorientadas en la fragmentación hasta el punto de no saber a quién votar y angustiadas por la responsabilidad de un voto que ya no saben a quién va a favorecer, incluida la ultraderecha.
La de Mónica Oltra ha sido la propuesta más razonable, la más sensata y responsable, y reflejaría esa madurez democrática que las izquierdas no han podido alcanzar, sin duda por motivos ajenos, que tienen que ver con el régimen del 78 y más allá, pero también propios, que tienen que ver con su incapacidad de entenderse desde las diferencias, los matices y las disparidades, y superar las desavenencias y los rencores. Probar a dejarlos atrás es a lo que, por naturaleza, debiera aspirar cualquier formación que se considere progresista (y que hoy nos valga tan generalista término, porque ya se lo está apropiando Casado, que lo usó el otro día para escorar su campaña hacia un falaz centrismo). Las izquierdas han reprochado muchas veces a las derechas hacer política de la venganza. Sin ir más lejos, y con toda la razón, cuando nada más llegar al gobierno madrileño las derechas trataron de tumbar Madrid Central solo porque era un proyecto de Carmena, y a pesar de que convencía a la mayoría social y era lo mejor para la ciudad.
En la caótica y peligrosa situación de la política nacional actual las izquierdas no deberían permitirse hacer política de la venganza, en su caso intestina. Porque lo que está hoy en juego no son solo sus siglas (más cercanas ya a una purgante sopa de letras), sus silloncitos, sus nombres, sus ambiciones, sus cotitas de poder: todo ello ya se da por hecho en el tablero político, que debe asumir las miserias humanas, dejarse de infantiloides acusaciones y mover las piezas en el sentido que mejor favorezca a una partida difícil: si el adversario (que deberían ser los otros: las derechas y sus cómplices, el bipartidismo) dispone de un rey y de una reina, de torres y alfiles y caballos (montados por Abascal), nada justifica -que no sea espurio- que tus peones no sumen su ya de por sí mermada fuerza y defiendan una estrategia común.
Mónica Oltra solo ha verbalizado el deseo más oculto de un amplio sector de la ciudadanía progresista y de izquierdas: la creación de un frente amplio de izquierdas que pudiera constituir un grupo confederado en el Congreso de los Diputados. Un deseo que ya pocos se atreven a confesar porque, a base de errores, traiciones y odios, la mayoría ha perdido la esperanza de que algo así sea posible, y por eso va dando tumbos de fracción en fracción, buscando un lugar que se hace menos posible cuanto más crece la fragmentación. Mientras tanto, el bipartidismo se refortalece.
En ese frente de izquierdas debieran estar Unidas Podemos y Más Madrid. Si Errejón e Iglesias ya no pueden ni verse, que se vean otras, que hablen otras, que negocien otras. Su enemistad no debe bloquear el devenir de las políticas futuras, como tampoco deben bloquearlo las diferencias entre sus respectivos afines, que tienen menos de diferencias programáticas que de diferencias emocionales. Es imprescindible desbloquear las distancias porque el precio del desentendimiento es abusivo para la ciudadanía. Si hay una reconciliación necesaria es la de las izquierdas. Que cada cual se ponga bajo el título que considere oportuno, pero deben abrirse las compuertas de aquellas mareas donde esa ciudadanía, harta de corrupción, recortes e injusticias, confluía en su diversidad por un propósito común: plantar cara al bipartidismo que lo había impulsado y consentido. La vieja quimera de un gran frente de izquierdas plantaría hoy cara en la más alta institución democrática a ese bipartidismo que se alimenta de su fragmentación. Las izquierdas deberían tomárselo como un pacto de Estado que impacte en el Estado. Ánimo.