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Sin peros y sin piedras

El líder de Vox, Santiago Abascal, y la candidata del partido a la presidencia de Madrid, Rocío Monasterio, durante el acto celebrado en Vallecas.

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La violencia es violencia. En España, en Berlín, en Venezuela, en EEUU, en Estocolmo, en Príncipe de Vergara y en Vallecas. Sin peros. Sin matices. Sin paños calientes. Y quien no lo entienda así es que más que antifascista o demócrata es un activista miope de una cosa o de la otra. Luego están los distintos tipos de violencia. La laboral, la institucional, la sexual, la psicológica, la simbólica… La física sin ir más lejos es la que ejercieron con el lanzamiento de piedras los manifestantes que intentaron impedir la tarde del miércoles la visita de Vox a Vallecas. Y la verbal es la que la ultraderecha practica a diario. En el Parlamento, en los debates, en las televisiones y en sus discursos. Llamar “criminal” al ministro de Interior, que es lo que hizo desde el atril Santiago Abascal en su visita al sur de Madrid, es un claro ejemplo de ello.

Pero uno enchufa la radio o la televisión a la mañana siguiente de la zapatiesta vallecana y solo escucha opiniones contra unos o contra otros. Están los que condenan a los antifascistas y a sus instigadores pero no mencionan la actitud retadora de la ultraderecha. La provocación no fue elegir Vallecas, que están en su perfecto derecho como cualquier otro partido legal con independencia de que tenga o no votos, sino pasarse por el arco del triunfo la desautorización escrita del Ayuntamiento al uso de la llamada “plaza roja” para abrir su campaña.

Cualquier ciudadano que incumple las ordenanzas municipales es sancionado y no consta que Almeida haya cursado la multa correspondiente ni tampoco que la Policía Municipal acudiese al recinto a desmontar el tenderete, después de que la Junta Municipal echase atrás la solicitud de Vox con el argumento de que no había comunicado la petición de uso con la antelación obligada, mientras que la Delegación del Gobierno dio el visto bueno y además no veló en ningún momento por que allí se cumpliera con el uso obligatorio de las mascarillas ni con la distancia de seguridad que exige la pandemia.

En el otro lado de la trinchera, están los que obviamente no justifican el lanzamiento de piedras, pero lo soslayan o lo igualan con que Abascal se saltara el cordón de seguridad de la Policía para encararse con los manifestantes. El discurso del odio no se combate a pedradas, sino con la palabra y con la legítima, pero siempre pacífica, protesta.

Abascal ha conseguido, sí, alimentar su relato. Y lo ha hecho además con la inestimable colaboración de quienes desde sus púlpitos, sus plumas o sus redes sociales se dedican a embarrar el terreno de juego y calentar el ambiente de forma impúdica. Son los primeros en echarse las manos a la cabeza por la polarización extrema o la falta de altura en el debate político, pero rara vez se hacen eco de la violencia cuando, en este caso psicológica, se ejerce por ejemplo contra la familia de Pablo Iglesias y se identifica entre la camarilla que acompaña a Abascal a un individuo sobre el que pesa una orden judicial de alejamiento por grabar en el interior de su domicilio y acosar a su familia.

Nos está quedando una democracia muy aseadita con tanta impudicia, con afirmaciones solemnes de hoy que contradicen las solemnidades de ayer, con las mentiras flagrantes, con las verdades a medias, con el hooliganismo y también, ¿por qué no?, con una cierta manera de ejercer el periodismo. Aquí cuando llegue el momento cada cual tendrá que asumir su parte proporcional de responsabilidad. 

Ese doble lenguaje de los míos son los míos aunque la pifien y los otros serán siempre los otros hagan lo que hagan –y lo que hacen es siempre un atentado democrático y un secuestro de las libertades– está en la política, en los diarios, en los bares y, en estos tiempos de coronavirus, hasta en la medicina, donde algunos ilustres facultativos han tardado poco en tomar partido por Sánchez o por Ayuso. Todo es ya una militancia ciega en la que no caben matices. Nada es inocuo.

Cuando todo es grave nada es grave, pero sí se corre el riesgo de que una sociedad acepte nuevas formas de convivencia en las que el vecino haga de policía, el político de mesías y el periodista se dedique al activismo sin el más mínimo espíritu crítico. Y eso que la memoria nunca olvida del todo y la historia ha certificado a lo largo de los siglos que no hay conquista que no sea reversible. La fugacidad sostenida, el relativismo y la anécdota como base de la construcción de discursos o relatos nos han instalado ya en una atmósfera agobiante y desordenada en el plano pandémico, en el político, en el social y hasta en el periodístico. El naufragio es colectivo. No echemos solo la culpa a la política.

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