Una piedra en el camino
La marcha hacia un mínimo entendimiento entre el Gobierno de coalición y Esquerra se ha topado con un obstáculo que, por el momento, trastoca todas las previsiones. ¿Por casualidad? Puede que no tanto. Porque es altamente posible que la decisión de la Junta Electoral Central de destituir a Quim Torra como diputado, adoptada el 4 de enero con siete votos a favor y seis en contra, persiguiera justamente el objetivo de poner palos en la rueda del proceso. Pero también es altamente probable que, pasado un tiempo y las elecciones catalanas, ese proceso pueda reanudar su andadura. Porque, en el fondo, todos los elementos que lo sustentan siguen tan vivos como antes.
Lo que sí ha cambiado, y de golpe, es el ambiente, el decorado que los rodea. Cataluña ha entrado en campaña electoral y cualquier declaración política que se haga hasta que ésta termine habrá de ser tomada con todas las reservas. O directamente ignorada. Durante unos cuantos meses, ¿cuatro, cinco, más?, al único mensaje procedente de Cataluña al que habrá que prestar atención es el que emitan los sondeos.
Y aunque lo normal es que la mayoría del resto de ciudadanos españoles vaya a tender a mirar hacia otro lado, en esas elecciones se va a jugar no sólo la suerte política de los catalanes, sino la del conjunto. Y para unos cuantos años. Ahora no vale la pena perderse en especulaciones sobre si Pedro Sánchez conseguirá o no sacar adelante sus presupuestos. Lo importante en el periodo de unos cuantos meses que ahora empieza radica en saber por qué camino opta el voto mayoritario del independentismo y, de paso, el del resto de opciones políticas catalanas.
Aunque algunos de sus planteamientos no están del todo claros, aunque no pocas de sus palabras pueden ser leídas de distintas maneras, lo que desde hace algunos meses están diciendo los máximos dirigentes de Esquerra Republicana representa una opción claramente distinta de la que expresan los de la cada vez más confusa amalgama que en principio se debería agrupar en torno a Carles Puigdemont.
Ambas quieren la independencia de Cataluña respecto de España, ambas reclaman un referéndum de autodeterminación. Pero la una, la de Esquerra, ha comprendido que su proyecto no tiene futuro si escoge el camino del enfrentamiento sin paliativos con el gobierno central. No quiere repetir el experimento del 2017. Y ha asumido que la suerte de la política española no le es indiferente, que para el independentismo catalán no es lo mismo que en Madrid gobierne la derecha o la izquierda.
Lo que ocurre en el otro sector del soberanismo es más difícil de resumir. Porque está dividido. Y cada vez más. Y porque la consigna del “cuanto peor, mejor”, que hasta ahora han seguido a pies juntillas todos sus seguidores, empieza ya a dejar demasiadas preguntas sin respuesta. Por mucha energía contestataria que genere el recuerdo de las afrentas recibidas por parte del Estado y la represión, el futuro político del mundo que hasta hace unos años se cobijaba en la entonces poderosa Convergència depende de que encuentre un discurso que vaya más allá de la mera resistencia y el “no” a todo cuanto venga de Madrid.
Esa es la batalla, ideológica, sí, pero también plagada de otras cuestiones, hasta personales. Convergència y Esquerra son rivales enfrentados desde hace décadas. Antes los primeros eran los moderados y pactistas. Ahora es al revés. Ahora el partido de Oriol Junqueras puede convertirse en el primer referente de la política catalana. Mientras que el conglomerado que se supone que lidera Puigdemont, y que está dividido entre tres facciones al menos, se juega su supervivencia.
No cabe hacer pronósticos sobre el resultado final. La cosa ha empezado mal para los últimos. El papelón que está haciendo Quim Torra, desde el momento mismo en que se negó a retirar la controvertida pancarta de la fachada de la Generalitat, un gesto que ni muchos de los suyos entienden, no es precisamente el dato más conveniente para empezar la campaña. Pero hasta el rabo todo es toro y los sentimientos juegan un papel muy importante en la política catalana.
El resultado de esas elecciones es muy importante para el conjunto de la política española, y particularmente para el gobierno de coalición. Si gana Esquerra se abriría un camino. Si lo hacen Puigdemont y los suyos las perspectivas de un mínimo entendimiento se alejarían bastante, a no ser que en ese mundo se produjera un giro radical.
¿Ha hecho bien Pedro Sánchez manteniendo su reunión con Quim Torra de la próxima semana? Seguramente sí. Porque lo prioritario para el gobierno de coalición es seguir transmitiendo el mensaje de que Madrid quiere dialogar con Cataluña. Aunque esa reunión no vaya a servir para mucho. Aunque el presidente catalán se limite en ella a repetir sus tesis maximalistas que no van a llevar a parte alguna, pero que servirán para confirmar cual será el lema electoral de los suyos.
¿Y podía Sánchez no aplazar la mesa de partidos hasta que se celebren las elecciones? Sí también. Pero, ¿para qué habría valido? ¿Para que los partidos catalanes celebraran un debate electoral en presencia de los representantes del gobierno central? Al parecer, en Esquerra han reaccionado airados ante la suspensión. Pero a lo mejor la cosa no va a más. Porque lo de dar caña a Madrid va ser un denominador común de todas las formaciones independentistas durante la campaña que ya ha empezado.
Al menos de puertas afuera. Porque lo más probable es que, en la discreción de los despachos, el gobierno y Esquerra sigan hablando. Y luego, cuando se sepa quien ha ganado, lo harán abiertamente. Para empezar, de los presupuestos. Que lo más probable es que el partido de Oriol Junqueras termine apoyando. Incluso aunque no gane las elecciones. Porque tiene clarísimo que no quiere que la derecha gobierne en Madrid. Y porque puede sacar mucho a cambio.
Y Sánchez tiene tiempo para esperar. El plan B, que empezaría por retrasar la presentación de los presupuestos, debe estar confeccionado desde hace semanas en La Moncloa. La destitución de Torra ha sido una piedra en el camino. Pero se puede sortear.
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