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Las siete plagas de la política científica española

Emilio Muñoz

Coordinador de la Unidad de Investigación en Cultura Científica del CIEMAT. Fue presidente del CSIC entre 1988 y 1991 —

El pasado día 15 de enero el diario El País anunciaba, de lo que posteriormente se harían eco numerosos medios, la dimisión de Juan Carlos Izpisúa como director del Centro de Medicina Regenerativa de Barcelona, justificando su decisión en la falta de apoyos políticos y financieros, y presentando al eminente científico como una víctima más, aunque notabilísima, de los recortes en investigación y ciencia.

En realidad y en mi opinión esa percepción no se ajusta por completo a la realidad, sino que habría que enmarcarla dentro de los efectos de lo que he venido en llamar las siete plagas de la política científica española: ausencia de instituciones, indiferencia de los poderes económicos, aleatoriedad política, inestabilidad presupuestaria, burocracia “con escasos dedos de frente”, carencia de estrategias, e individualismo como forma de supervivencia. Los recortes son una consecuencia de esas plagas y en la casi indiscriminada y subsiguiente tala, los árboles, salvajemente desmochados unos y aún enhiestos otros, nos impiden ver el bosque de la política científica; una imagen retórica a la que hace poco me refería en la sección Ojo crítico de la web de la Asociación Española de Bioempresas, Asebio.

De igual forma, el caso del fulgor y muerte del proyecto de Izpisúa no es solo una cuestión de recortes, sino del efecto devastador de algunas de las mencionadas plagas. Al no existir instituciones sólidas, primera plaga, la responsabilidad de la política científica en España ha descansado sobre personas, y Cataluña no es una excepción a la regla. Tras la Guerra Civil, y más tarde durante la transición, a Cataluña le costó encontrar su propio modelo, aunque siempre lo buscó en una alternancia de paralelismo y distanciamiento con Madrid. La incorporación a su gobierno de una figura académica de la talla de Andreu Mas-Colell fue un factor decisivo para dar forma definitiva a un modelo novedoso basado en tres principios fundamentales: mecanismos dinámicos y no burocráticos de incorporación de personal, creación de laboratorios con autonomía y capacidad para ejecutar políticas propias, y priorización de estrategias en el sector de la biomedicina.

En este marco fue en el que se produjo la incorporación de Juan Carlos Izpisúa como director del Centro de Medicina Regenerativa, en un momento en el que toda comunidad autónoma que se preciara consideraba que debía contar con un centro de este tipo y con una figura de prestigio al frente. Tal incorporación contaba con elementos de excepcionalidad ya que el científico dirigía entonces un laboratorio en el Instituto Salk de Estudios Biológicos, uno de los centros ubicados en La Jolla, California, EEUU, absoluta referencia mundial en el mundo de la biología.

Es lógico suponer que el investigador no rompió sus lazos con esta institución, sino que, muy al contrario, el gobierno catalán debió facilitar un acuerdo para garantizar a Izpisúa y a la institución Salk que se mantendría una dualidad de acción beneficiosa para ambas partes, según términos que desconocemos, pero que en algún momento han venido a colisionar con la política de recortes en investigación y desarrollo.

Es fácil suponer que Mas-Colell, siempre firme defensor de la I+D, pero fuertemente presionado por las circunstancias y quizá abocado a ello por la percepción de que los retornos no eran los esperados, decidió cortar por donde la cuerda era más frágil. Personalmente, considero que más allá de la elementalidad de contar con una víctima más, muy ilustre en este caso y personalmente dolorosa para mí, de los recortes y escasos apoyos en investigación y desarrollo en el que los gobiernos central y autonómicos se afanan, lo trascendente es empezar a hacerse la pregunta clave: ¿es posible que España, bajo los efectos de estas plagas pueda plantearse una política científica de excelencia o contar en un plazo razonable con una ciencia que contribuya a mejorar el desarrollo económico y social basado en la economía del conocimiento? La pregunta es retórica, claro, pero al menos desearía que, como en la canción de Dylan, empezara a soplar en el viento.

[Publicado en Materia.]

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