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Pero, ¿por qué la política española da sorpresas que nadie se esperaba?

El 'Adiós, Rajoy' a los diputados del Congreso, premio a la fotografía del año en el Parlamento

Carlos Elordi

A principios de abril, cuando en esta columna se afirmó que Rajoy estaba al borde del abismo, que sólo podía sobrevivir unos pocos meses, más de un colega escribió que el PP estaba todavía fuerte y podía mirar con cierta tranquilidad al futuro. Un mes después, tan solo hace cuatro semanas, la impresión generalizada entre los cronistas políticos de la mayoría de los grandes medios, los que se supone que están mejor informados, se resumía en esta frase escuchada a más de uno de ellos: “aquí no va a pasar nada”.

Pero caben pocas dudas de que entonces, y probablemente desde hacía un tiempo, ya se estaba fraguando lo que ha ocurrido después, el triunfo de la moción de censura socialista y la debacle interna del PP que ya apunta a desastre. Porque esas cosas no nacen del día a la mañana. La pregunta que ahora hay que hacerse es la de por qué el despiste ha sido tan monumental. Y la respuesta que se atisba no es precisamente agradable.

En el cataclismo que se ha producido en las últimas semanas hay un dato importante, aunque no se haya subrayado mucho. El de que los mercados financieros no se han visto significativamente alterados por los acontecimientos políticos españoles. Ni la bolsa ni la prima de riesgo, que en todo caso se han movido, y no mucho, por la preocupación por la crisis italiana o por la guerra comercial desatada por Donald Trump, pero no por lo que ha ocurrido en el Congreso de los Diputados. Que Rajoy haya tenido que dejar el cargo y que un socialista se haya convertido en presidente del gobierno con solo 84 diputados no ha alterado a los inversores.

Sólo caben dos explicaciones a este fenómeno y ambas terminan coincidiendo. Una es que el mundo del dinero, el del gran dinero, español y extranjero, no ve que el cambio político vaya a producir inestabilidad, que es lo que más temen los mercados. La otra es que antes de que cambio se produjera, en esos ámbitos se intuía, y en algunos casos se temía, que el gobierno del PP estaba agotado, carecía de capacidad alguna para reconducir la situación, particularmente la crisis catalana, y que en el horizonte se atisbaba el riesgo de que la situación pudiera llegar a escapársele de las manos, y más cuando empezaba a haber signos de una movilización social creciente.

Existen indicios precisos de que la dirección del PSOE llevaba tiempo pulsando la opinión de los ambientes financieros y de la gran empresa. De lo que cabe deducir que captaron esas inquietudes. Y éstas, adecuadamente interpretadas, quien sabe si también debatidas abiertamente, debieron ser un argumento poderoso para quienes dentro del partido proponían que se tirara por la calle de en medio, por presentar una moción de censura. Porque el mundo del dinero no se le iba a lanzar al cuello.

Tampoco cabe descartar que en las semanas previas a la adopción de la iniciativa, Pedro Sánchez y los suyos pulsaran la opinión de los demás partidos al respecto. De la manera que se hacen esas cosas, sin comprometerse en nada, sólo para ver la cara que ponían cuando la posibilidad de una moción de censura surgía en sus muy discretas conversaciones.

La sentencia sobre el caso Gürtel obligó a precipitar los acontecimientos. En todo caso, y aunque no cabe descartar que tanto en el PSOE como en el PP se sabía con antelación lo que iban a decir los jueces, la decisión de lanzarse al ruedo jugándose tanto como se jugó Pedro Sánchez se debió tomar con tiempo, y dándole una y mil vueltas a todos los extremos de la cuestión, incluida la posición del PNV. No es que la cosa estuviera hecha de antemano, que podían fallar detalles cruciales y había riesgo. Pero necesariamente estaba bastante cocida. Y en las televisiones y los periódicos de referencia no se dijo una palabra al respecto. ¿Por qué nadie se interesó por ver lo que podía estar pasando en PSOE?

Tampoco se ha adelantado una sola línea sobre el dramón que se estaba gestando en el interior del PP. Nadie se dedicó a investigar como los escándalos de corrupción, la pérdida de poder electoral y la caída en los sondeos estaba golpeando a los cuadros del partido. Cuantos temían por su futuro, a quien echaban la culpa de su desasosiego, con quienes conspiraban los unos y los otros, qué críticas se hacían en las reuniones. Como mucho se hicieron ironías sobre las sillas separadas de Soraya y Cospedal el 1 de mayo. Sin preguntarse qué ocurriría si un día esas dos mujeres tuvieran que enfrentarse por el liderazgo del PP, una posibilidad plausible ya entonces, porque estaba claro que Rajoy no sería el cabeza de lista en las futuras generales, fueran éstas cuando fueran. Para la crónica oficial en el PP no pasaba nada. Hasta que el partido ha estallado.

Y ahora, las hipótesis sobre porqué los acontecimientos han cogido a casi todo el mundo in albis. La primera es que la máquina propagandística del PP ha sido muy eficaz. Como un martillo pilón ha machacado los intentos, muy minoritarios, de elaborar un discurso alternativo al que se iba elaborando en la Moncloa y en Génova. Con la colaboración, interesada o bien pagada la mayor parte de las veces, de miles de operadores del sector de la comunicación y con el apoyo sin paliativos de los dueños y responsables de los principales medios.

La segunda es que el periodismo independiente no existe en España, salvo en algunas expresiones incipientes como la que representa este diario, pero cuyas limitaciones de recursos les hacen muy difícil penetrar en la maraña de desinformación y de mentiras tupida por el PP, tras largos años de práctica en la materia y complicidades sin cuento. Porque llegar a vislumbrar lo que ocurre dentro de un partido no es lo mismo que lograr una exclusiva. Porque requiere tiempo, periodistas veteranos y bien pagados, que dedican su jornada a mantener contactos, día tras día, y no a echar horas redactando notas para su publicación inmediata. Para que, al cabo de semanas, puedan escribir algo que de verdad sea nuevo y de pistas.

Los grandes medios han erradicado esas prácticas. Porque son caras y porque pueden provocar complicaciones con el poder. Y una democracia que no tenga un periodismo que cumpla la obligación de básica de informar sobre lo que está pasando de verdad y no limitarse a contar lo que dicen los gabinetes de prensa o los líderes delante de los micrófonos, es una democracia coja. Muy coja.

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