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Un poquito de porfavor, señorías

Alberto Núñez Feijóo y su portavoz parlamentario, Miguel Tellado.
6 de abril de 2024 21:26 h

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De siempre, me ha parecido verdaderamente conmovedora ver la emoción que transmite en su rostro el público que se pasa horas en la cola para entrar al Parlamento los días de puertas abiertas. Es traspasar la Puerta de los Leones en el Congreso y la Plaza de la Marina en el Senado y se transforman los rostros por el respeto reverencial que les invade al sentirse inmersos en el sacrosanto lugar donde reside la sede la soberanía popular. Baja el tono de las conversaciones y las miradas buscan referencias conocidas e icónicas, la mayoría de las cuales se encuentran en el hemiciclo que, obviamente, siempre les parece mucho más pequeño de lo que parece en televisión. En una u otra Cámara, buscan los escaños de sus parlamentarios y parlamentarias preferidos, se sientan en el lugar del presidente del Gobierno o del líder de la oposición. No falta la foto en el altillo de la mesa de la Presidencia y, en el palacio de la Carrera de San Jerónimo, es de obligado cumplimiento el ritual de búsqueda de las heridas de bala en la cúpula del techo, que dejó la barbarie golpista de 23F.

Lo he visto en años sucesivos y siempre es así. Jóvenes y mayores pueden haber pasado penurias de frío y lluvia invernal en la espera para acceder a las Cámaras, echar rayos y centellas contra la organización por hacerles la espera tan dura que, en cuanto pasan al interior, se ven transformados por la experiencia, empapados de historia y reforzada su fe y respeto por la democracia, como si fueran un poco protagonistas y responsables de su cuidado y preservación. Así es la sociedad española, así es nuestra ciudadanía, bien educada y respetuosa.

Pues bien, a los legítimos ocupantes de las sedes parlamentarias les ocurre todo lo contrario. Senadores, diputadas y diputados de hoy pueden ser gentes de bien, de educación esmerada y con buenas maneras en sus casas o mientras se toman un café en el bar, circulan por los pasillos o atraviesan los patios. Pero los verás tomar la palabra en el hemiciclo de sus respectivas Cámaras y se convierten en seres irreconocibles, llenos de ira y resentimiento contra el grupo adversario, pierden totalmente las formas y se abandonan a la estulticia de una pelea callejera de navajeos, que no son meramente dialécticos ya que suelen acompañar sus alaridos y exabruptos con actitudes amenazantes.

Es entonces cuando se echa de menos una voz de altura moral suficiente como para pedir “un poquito de porfavor, señorías”, ya que ni las presidencias ni la obligada cortesía parlamentaria cumplen con su labor pacificadora, porque no pueden o porque no quieren, como también se ha visto. En ese momento hipotético, imagino que alguien del personal subalterno –ujieres o taquígrafas, como el portero en la serie de televisión– se hiciera con la megafonía para avergonzar a los próceres de la patria con su llamada de atención en nombre de una sociedad bien educada como la española.

Porque entre ellos y ellas existe una violencia verbal que es inusual en nuestras calles, mercados y aulas. Se dirigen insultos y amenazan; elevan el tono y no se ahorran descalificaciones personales; hacen burdas comparaciones falaces, mienten con desfachatez y, todo ello o precisamente por eso, a sabiendas de que la población en su conjunto –casi 48 millones de almas– les está viendo en televisión o internet.

Como el tono y el clima de agresividad es tan contagioso, se ha esparcido ya por algún parlamento autonómico o corporación municipal, como los de Madrid, donde hemos visto situaciones que también provocan vergüenza ajena. No es una locura pensar que existe un riesgo de que ese estilo se traslade también a las calles y plazas, donde la vida sigue con tranquilidad y en buena convivencia. 

Como siempre ocurre cuando se generaliza, se incurre en la injusticia de juzgar al conjunto por el comportamiento de una pequeña parte del mismo. Sin embargo, en este caso, es obligado hacerlo porque es así como percibe la sociedad española a sus representantes políticos, de los que tiene noticia a través de la televisión y las redes sociales. Son las imágenes de esa minoría que lleva la voz cantante las que irrumpen en el comedor y las cocinas de nuestras casas.

Quienes son responsables de tan insoportable ruido nos escandalizan de tal manera que opacan todo lo demás que ocurre en el Parlamento: el trabajo tedioso de las ponencias, las horas de dedicación a los trámites en comisión, debates farragosos e interminables de las enmiendas, la tarea de atender a las respectivas circunscripciones, los quilómetros recorridos en constantes viajes y el esfuerzo de dedicación exclusiva que demanda toda labor política. Hay cientos de hombres y mujeres, elegidos en las urnas, que trabajan mucho para este país pero su esfuerzo pasa desapercibido, por desconocido. Cada martes en el Senado y los miércoles en el Congreso –con fechas a las que se ha sumado el Parlamento autonómico de Madrid, por efecto contagio– las televisiones arrojan a los hogares españoles carros de detritos discursivos en citas sangrientas de circo romano donde las fieras que se devoran mutuamente son quienes dicen ser nuestros representantes.

Sinceramente, los veo muy diferentes de quienes les han votado porque, a día de hoy, España puede presumir de ser un pueblo con una conducta cívica ejemplar. Nuestra sociedad ha avanzado mucho en la buena dirección en cuanto a sus hábitos de convivencia y sensibilidad social, frente a actitudes asociales, abusivas o violentas, que a menudo se ven rechazadas de forma espontánea en el bar, el metro, la discoteca o la propia calle.

Los niños y niñas de hoy son, por lo general, bien educados y mantienen comportamientos adecuados al lugar en el que se encuentran. No debería extrañarnos que la gente joven se comporte de forma respetuosa, como ocurre en la mayoría de países de nuestro entorno, pues son ciudadanos y ciudadanas del mundo que han recibido la mejor educación, como demuestran los niveles inexistentes de analfabetismo y las elevadas tasas de estudiantes y graduados universitarios.

Las convenciones sociales que indican cómo pedir las cosas, agradecerlas, saludar, despedirse, cómo protestar o quejarse y no insultar vienen marcadas por fórmulas verbales acordadas y ausencia de violencia en las actitudes. Es lo que les enseñamos a los más pequeños: no se pega, no se insulta, no se dicen palabrotas, no se miente, se piden disculpas… En eso estamos de acuerdo. Es civismo, buena educación, urbanidad, amor (empatía) al prójimo y la mejor forma de relacionarnos. Digamos que eso es válido para toda persona, tiempo y lugar menos para los políticos, hoy en día y en el Parlamento. 

Cualquier familia decente, estoy segura, impide a sus criaturas el visionado de las sesiones parlamentarias y cambia de canal cuando aparecen en pantalla. No se comprende muy bien por qué la televisión pública ha suspendido la retransmisión de los combates de boxeo y ofrece sin recato la violencia casi diaria de los púgiles parlamentarios. Por mi parte, pediría a los responsables de las cadenas de televisión que advirtieran a la audiencia –como hacen con las películas– que las imágenes de los debates parlamentarios incluyen violencia, comentarios soeces y pueden herir la sensibilidad del espectador. O, al menos, que le pongan dos rombos al telediario.

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