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Pornografía de la muerte

Los bomberos trabajando entre los restos del incendio de la discoteca de Murcia.
6 de octubre de 2023 22:08 h

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La madrugada del 17 de noviembre de 2019, un grupo de cinco chavales de mi barrio tuvieron un accidente brutal en el que murió uno de ellos. Los días posteriores se sucedieron con discreción en los grupos de Facebook. “¿Se sabe algo más del chaval que se ha matado?”, “¿El conductor está consciente ya? ¿Ha dicho algo? Iría borracho, qué vergüenza”. Había un morbo necrofílico que había que saciar de alguna manera... Sobre aquello se escribieron un par de crónicas sensacionalistas de muy mal gusto que se recreaban en lo mal que estaban sus padres, el disgusto que tenían sus amigos, y las penas de la gente del pueblo. Carnaza para los devoradores de infamia.

Escribía el antropólogo Geoffrey Gorer en su ensayo, que da título a este texto, ‘La pornografía de la muerte’, que una persona que entra en un estado de duelo, “tiene más necesidad de la asistencia de la sociedad que en ningún otro momento de su vida desde su infancia y su primera juventud, y sin embargo es entonces cuando nuestra sociedad le retira su ayuda y le niega asistencia. El precio de este desfallecimiento en miseria, soledad, desesperación, morbidez, es muy elevado”. Gorer decía esto a mediados del siglo pasado, cuando el amarillismo se volvió multimedia. Setenta años después, y más expuestos a todo tipo de contenidos, hemos desarrollado cierto sentido anestésico al dolor ajeno; nos han colado tantos bombardeos por la tele que, de algún modo, hemos normalizado ver a la gente morir.

El precursor fue Armero, aquel pueblo colombiano que fue arrasado por una colada de barro en la erupción del volcán Nevado del Ruiz y cuyo rostro para la posteridad fue una niña sepultada hasta el cuello por un sancocho de lodo y ceniza a la que las cámaras acompañaron hasta su último aliento. Yo no estudié periodismo, pero hay un apartado del código deontológico que dice, literalmente: “En el tratamiento informativo de los asuntos en que medien elementos de dolor o aflicción en las personas afectadas, el periodista evitará la intromisión gratuita y las especulaciones innecesarias sobre sus sentimientos y circunstancias”. Sin embargo, cuando ves a un padre en un estado de desrealización desbordada, rodeado de micrófonos y con un móvil tembloroso en el que su hija exhala el último aliento copando los titulares, entiendes que de la muerte vive más gente que el enterrador. 

En Murcia hay un historial de negligencias urbanísticas mortales tan antiguo como la propia ciudad: construcciones en zonas inundables, legislación de prevención de daños pésima y una arquitectura jurídica en materia medioambiental que se cae a pedazos, pero lo que ocurrió el sábado pasado fue la sublimación de la mezquindad empresarial y de la inoperancia política; licencias que arden y desaparecen –¿no existe un acta notarial de estas cosas, o esas licencias son un cheque al portador?–, órdenes de cierre que no se ejecutan y una cuestión no resuelta de la disputa del espacio público. 

Que aparezcan en una declaración conjunta los grupos municipales de PP y PSOE, con la que está cayendo a nivel nacional, haciendo un tándem para escurrir juntos el bulto, dice más de su responsabilidad en esto que si simplemente la asumieran. También es inverosímil que la policía local no supiese que aquellas discotecas funcionaban a pleno rendimiento, más aún teniendo en cuenta el aumento masivo de la presencia policial, precisamente estos días, por la cumbre europea que se celebraba a dos kilómetros de distancia. Hay responsabilidades a puñados y ya se han encargado desde las instituciones de ensamblar un embudo para trasladar –o, al menos, intentarlo– la responsabilidad en exclusiva a los responsables de las discotecas.

En lo que me refería antes con la disputa del espacio público, es llamativo cómo los grupos minoritarios, como árabes, latinos o gitanos, tienden a tener que reservar un local, o un espacio dentro de un local, donde poder salir de fiesta. Quizá sea porque si no están en lista no los dejan entrar y los empresarios aprovechan este contexto para inflar los precios de estos espacios y lucrarse a costa de la segmentación y la xenofobia. Quizá no, pero puesto que hablamos de 13 vidas segadas en un local ilegal, a lo mejor, es posible, digamos, que esté en lo cierto. Cristina Barrial y Pepe del Amo describen en ‘La apuesta perdida. Ludopatía, ciudad y resistencia’, cómo los locales de apuestas forman parte del ecosistema urbano de las periferias, siguiendo un patrón para la elección de su emplazamiento basado en factores como la renta baja, el desempleo o la población migrante. “Hablar de migración y casa de apuestas es, paradójicamente, hablar de espacio público”, escribían, y es que si la calle no es un lugar seguro para estas minorías, si el acoso policial es generalizado y te recuerda constantemente que no perteneces al lugar en el que vives o el uso limitado que puedes hacer de tu propia casa cuando tienes que compartirla con más gente, estos locales, los de apuestas, por poner un ejemplo, son una alternativa ideal por el bajo precio de las consumiciones, la posibilidad de seguir los partidos de tu liga nacional y, si hay suerte, de volver a casa con unas monedas extra en el bolsillo. 

Que las víctimas sean mayoritariamente latinoamericanas corrobora que la segregación no es una cuestión legal o administrativa, sino social, porque si estas personas acudiesen a garitos europeos serían observadas con extrañeza o desconfianza. “Más allá de las paredes opacas de Codere, allá, en el parque, donde los cuerpos no blancos son cuerpos sospechosos”. Lo que ha pasado en Murcia es un ejemplo cristalino de cómo funciona el capitalismo y cuáles suelen ser sus víctimas: una administración inoperante, unos empresarios sin escrúpulos y unas víctimas que no es que estuvieran en el lugar equivocado en el momento equivocado, sino que estaban exactamente en el lugar que la sociedad ha habilitado para ellas. 

A estas horas se están clausurando salas sin parar por toda España. El terremoto de Murcia se ha replicado en otras ciudades. Teatre no tenía licencia y no era una discoteca latina, precisamente; allí se celebran las fiestas de las facultades de Medicina o Derecho y la frecuenta todo tipo de público. Pero hacer una etnografía de las víctimas sirve para medir el nivel de implicación de la justicia. Si los muertos, los 13 muertos en el palco de una discoteca, hubieran sido estudiantes de buena familia no se habrían compartido sus intimidades, ni se habría hecho público el modo de identificación de los cadáveres; se habría hecho público quizá, pero de otra manera. Se habría canalizado el dolor de la familia en buscar culpables, y no clicks

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