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La presión no es una disciplina olímpica

Simone Biles en los Juegos de Tokio 2020.

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Simone Biles dijo basta y parte del mundo frenó con ella. No hizo la doble pirueta y media que había ensayado y el estadio Ariake enmudeció. Cambió el maillot de lentejuelas por el chándal de la selección estadounidense y entendimos que algo no iba bien. Los primeros minutos de confusión mediática apostaron todo al esguince de tobillo. ¿Cómo podía ser otra cosa tratándose de la mejor gimnasta de la historia? Tuvo que ser ella quien invocase a los “demonios de la mente” delante de la prensa y reconociera que los atletas no solo sufren físicamente. Desde entonces, la presión y la depresión se han hecho hueco en los Juegos de Tokio y han sido discutidas y celebradas como una disciplina olímpica más.

Los foros se llenan tan rápido de opinadores profanos en tiro de jabalina, salto de valla y taekwondo como en salud mental. Enseguida saltaron los que la consideran “fuerte de cuerpo y débil de mente”. Los mismos que gritan “vete al médico” cuando se manifiestan las enfermedades mentales y los que prefieren a un tenista furibundo estrellando su masculinidad contra el suelo antes que a una mujer adulta echándose a un lado sin molestar –y sin partirle la crisma de un raquetazo a ninguna persona de la grada–. Eso sí, ni Simone Biles representa el fracaso o la flaqueza en su profesión, ni es necesario ser Simone Biles para petar. 

Está bien recordar las muchas proezas de la gimnasta estadounidense. Sobre todo si sirven para acallar a los que la juzgan apoltronados desde sus sofás. Pero la trayectoria de Biles es tan válida como cualquier otra cuando se sufre un colapso mental. La gimnasta tenía derecho a estallar. Nadie lo duda. Pero todo el mundo lo tiene. Tú también lo tienes. No has ganado siete campeonatos del mundo y cuatro medallas en las olimpiadas de Río. Tampoco tienes a todo un equipo de personas controlando lo que dices, comes, bebes y tocas, ni te juegas la vida a diario en un Yurchenko con doble mortal carpado. Pero seguro que cuidas, educas, sirves, estudias, escribes, rellenas facturas o limpias casas y hoteles. Y eso es muchísimo.

La presión es un sentimiento universal, no una categoría olímpica. Tampoco es un deporte, aunque algunos lo circunscriban a la élite. Sobre todo, la presión no es “un privilegio”. A veces es autoimpuesta y en ocasiones –demasiadas– es provocada por otros con alevosía. Y en todos esos casos, dar un paso atrás debería ser un derecho sin cuestionamiento. Esgrimir la virtud olímpica en lugar de la mera condición humana como defensa del colapso mental hace flaco favor al acto de visibilización de Simone Biles. “Somos personas, al fin y al cabo”. Si, como ella, a los pocos días te sientes preparada o preparado para regresar a lo que hagas –que seguramente no sea subirte a una barra de equilibrio en Japón–, estupendo. Si tardas más tiempo, fenomenal. No hay ninguna medalla de bronce esperando.

Los Juegos Olímpicos han sido durante dos semanas una pequeña cápsula de humanidad. Por suerte, en ese micromundo los atletas no solo se han dedicado a competir con saña, aunque más de uno rabie por ello. Han compartido logros –como el doble oro de Italia y Catar en salto de altura masculino–, han celebrado las victorias de los rivales –como la española Ana Peleteiro ante el récord mundial en triple salto de la venezolana Yulimar Rojas– y han antepuesto la salud mental a la capacidad física, aunque la primera no consiga medallas. Tampoco se las lleva en la vida real. Menos mal que, dentro de una semana, la presión dejará de ser una disciplina olímpica.

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