¿Primarias, insultos y debates… o plasmas?
España entera se sorprende y escandaliza por la lluvia de cuchillos dialécticos que se cruzan Susana Díaz y Pedro Sánchez en estas últimas horas de campaña. Ella le acusa de mentir, de preocuparse solo por sus intereses personales, de dar bandazos ideológicos y de ser el campeón de las derrotas. Él le reprocha su deslealtad mientras era secretario general, la tacha de cómplice del PP por permitir la investidura de Mariano Rajoy y le recrimina el intento de protagonizar una involución democrática en el PSOE quitando aún más voz a la militancia. Esta guerra verbal provoca que comentaristas, expertos, ‘todólogos’ y muchos ciudadanos se rasguen las vestiduras ante el tono y las formas de los candidatos. Todos ellos auguran una segura ruptura después del domingo o, cuando menos, un “continuará” en la batalla interna que libran los socialistas desde que la crisis económica, su desconexión con la realidad que vive este país y otros graves errores les llevaron a ocupar los fríos e incómodos escaños reservados a la oposición.
Es posible que el voto de los militantes no haga sino reavivar los más bajos instintos de algunos poderosos dirigentes, pero que nadie se lleve a engaño, si la guerra sigue adelante será por el egoísmo y la falta de talante democrático de los derrotados, sean quienes sean; no por los insultos que se hayan vertido, ni por las inquinas personales existentes entre ambos bandos. Si dudamos de eso, si nos escandalizamos tanto y si nos planteamos si habrá un mañana en el PSOE después del próximo domingo, no es por otra cosa que por la baja calidad de nuestra democracia. Aquí no estamos acostumbrados a los debates; somos más de dedazos, de presidentes del Gobierno que hablan desde un plasma y de dirigentes políticos que ni siquiera cuando la corrupción devora la médula espinal de su partido se atreven a levantar la voz por miedo a perder su estupendísimo cargo.
A veces es bueno saltar los Pirineos y mirar lo que pasa ahí afuera para adquirir algo de perspectiva. Así, salvando las comparaciones personales bastante insostenibles, encontraremos ejemplos de sobra para lo bueno y para lo malo. Barack Obama y Hillary Clinton se acusaron de casi todo en la carrera que ambos protagonizaron en 2008 para liderar el Partido Demócrata. El choque pasó de lo político a lo personal en los platós de televisión con un Obama que llegó a arremeter contra el marido de su rival, el expresidente Bill Clinton, y una Hillary que fue acusada de filtrar una imagen de su adversario caricaturizado como un musulmán. Obama ganó las primarias y las presidenciales… y Hillary acabó siendo su número tres en el Gobierno.
No fue más suave la campaña, ocho años después, que la misma candidata tuvo que protagonizar frente a Bernie Sanders. Además del enorme abismo ideológico que les separaba, el veterano político llegó a afirmar que su rival estaba envuelta en el escándalo de los ‘Papeles de Panamá’ y esta le acusó, nada menos, que de robar información sobre los electores. Hillary ganó y Sanders la apoyó, es verdad que sin demasiada convicción, pero no puso nunca palos en su rueda electoral.
En el caso de los republicanos, dejando al margen por lo excepcional la situación que se vivió el pasado año con la irrupción del outsider Trump, sus debates también estuvieron plagados, históricamente, de acusaciones mutuas de corrupción, incompetencia para desempeñar cargo alguno y hasta infidelidades matrimoniales. Todo acababa el día en que se conocía el veredicto de la militancia. Los vencidos acababan expresando su apoyo al ganador y se ponían a sus órdenes o, al menos, no conspiraban para torpedear su liderazgo. Se declaraba una tregua interna que duraba, al menos, hasta la celebración de las elecciones.
Es cierto que esta tradición se ha roto recientemente en algunas naciones y lo único que ha provocado son consecuencias dramáticas para los partidos protagonistas. En Reino Unido Jeremy Corbyn sigue siendo permanentemente cuestionado por dirigentes de su partido; una actitud que no ayuda, precisamente, a remontar en las encuestas. En Francia, el “socialista” Manuel Valls gobernó primero con políticas abiertamente derechistas, después no asumió su derrota en las primarias frente a Benoît Hamon y, finalmente, decidió apoyar al liberal Macron. Fue el paso previo a abandonar su formación política y a declarar solemnemente que el Partido Socialista estaba “muerto”.
El domingo, el vencedor o vencedora y los derrotados tendrán que elegir el espejo en que mirarse: el de Manuel Valls, el de ese Tony Blair que no cesa de apuñalar a Corbyn o el modelo de Obama y Hillary (salvando las comparaciones personales e ideológicas, insisto). Tendrán que elegir si siguen viendo el enemigo, únicamente, en quien le disputa la comodidad de un despacho en Ferraz, o en quienes están destruyendo desde el Gobierno popular los derechos sociales y los cimientos básicos de nuestra democracia.
Será un buen momento para que también los ciudadanos nos preguntemos nuevamente si, a pesar del ruido que generan, queremos realmente debates, queremos o no partidos que apuestan por las primarias, por la democracia interna, por dar la voz a la gente ya sea en círculos, asambleas, agrupaciones o casas del pueblo. Debemos decidir si apostamos por eso o somos más de discurso único, autoridad, disciplina… Más de ordeno y mando… de ese mando con que se encienden y apagan los plasmas.