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Que pronuncie el pregón Najat El Hachmi

La escritora Najat El Hachmi.

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Me he preguntado estos días, tras el anuncio de que Najat El Hachmi será la pregonera de las fiestas de La Mercè de 2023, sobre los criterios de idoneidad a la hora de escoger a la persona responsable de redactar tal texto y luego, encima, declamarlo. En 2022 fue Carla Simón (que tuvo después su polémica por su presencia en las listas de Junts para las elecciones municipales de su pueblo); en 2019, la exalcaldesa de Madrid, Manuela Carmena; en 2018, la actriz Leticia Dolera; en 2017, la filósofa Marina Garcés; en 2015, por ejemplo, Andreu Buenafuente. 

¿A quién ha de representar quien da un pregón? ¿Cuál ha de ser su orientación ideológica y cómo se establecen las líneas rojas? ¿Debe tratarse de una persona modélica en todo, ha de encarnar una perfección absolutamente inverosímil? ¿Y cómo establecer que tal o cual ser humano es representativo, barcelonés entre los barceloneses, madrileño entre los madrileños o primus inter pares de donde fuere? Para la comisión de coordinación del Consell Nacional LGBTI+, por ejemplo, “haber alimentado argumentos tránsfobos” es razón suficiente para pedir que “se reconsidere la idoneidad de la señora Najat El Hachmi como pregonera de la Festa Major de Barcelona”. Entre peticiones y tweets, ni siquiera en agosto hay un mínimo descanso, sea por gritos de cultura de la cancelación, proclamas envalentonadas contra la inquisición woke o críticas soliviantadas y fácilmente caricaturizables.

Najat El Hachmi y yo hemos tenido algún encontronazo, pero prefiero no hacer aquí leña de árboles caídos. Hace unos meses, desde su columna de El País, ella escribía: “Yo a los hombres que dicen ser mujeres les traspaso con gusto todo lo que ellos creen que es la feminidad”. En julio de 2021, escribía: “¿De verdad que vamos a contarles a los más pequeños que es posible cambiar de sexo?”. Y hoy me preocupa que se trate de afirmar que toda crítica a esta escritora constituye, como deja ella misma por escrito, otro ejemplo de una “deriva autoritaria y censora” de “microdictadores imberbes que se desgañitan gritándole facha a todo aquel que diga algo que no les gusta”. Mi posición personal, y trataré de explicarla, se resume en siete palabras: que pronuncie el pregón Najat El Hachmi. Existe una parte de su trayectoria en la cual El Hachmi es perfectamente “ejemplar”, por sus méritos y reconocimiento como escritora mundialmente traducida, por su durísima y admirable historia personal. Y, en el campo en el cual no es ni tan ejemplar ni tan idónea, preguntémonos si el pueblo al cual ella ha de hablarle lo es, o si El Hachmi lo representa “idóneamente” en sus propios méritos y deméritos.

Entiendo a quienes piden la reconsideración y se sienten legítimamente indignados: yo misma tendría motivos para ello. Pero creo que lo que habríamos de preguntarnos es otra cosa: si, a día de hoy, la transfobia pasa realmente factura, sea a la hora de dar un pregón o cualquier discurso o sea en su primer motor, el de las urnas. En la lista del PSC a las elecciones municipales de Barcelona concurrían personas que habían escrito artículos hablando de la “ideología transgenerista”, el “lobby trans”, o insinuando que lo trans “oculta traumas anteriores o trastornos autistas”. No tuvo por ello sanción: el PSC quedó segundo a poca distancia y se hizo con la alcaldía para luego alcanzar de largo la primera posición en las elecciones generales. ¿Puede un pueblo exigir de sus pregoneros que sean mejores y más moralmente prístinos que él mismo? Si la transfobia parece no pasar factura electoralmente, ¿ha de pasar factura a la hora de escoger quién pronuncia un discurso? Si los concejales electos lo son tras haber tenido y seguir teniendo ese discurso, ¿no han sido las declaraciones de El Hachmi, en cierto modo, refrendadas en las urnas?

No habrá pregones que fomenten la transfobia cuando la ciudadanía reprenda la transfobia en sí misma. Mientras tanto, normal será que los pregoneros no nos representen a todos: por orientación ideológica, por filias o fobias, por vicisitudes humanas, imposible sería que así fuera. Lo intolerable es que se intente convertir la crítica moral o la discusión pública, prácticas sanas y democráticas, en oscuros linchamientos y cancelaciones. Aunque nos tapemos los ojos ante ellos y hagamos como si no existieran, los discursos de odio no van a desaparecer. Lo sano es confrontarlos y aceptar esa disparidad, renunciando al aburrido juego de víctimas y victimarios. Ningún deseo tengo de borrar la valiosa literatura de El Hachmi, menos aun de que un periódico le quite columna alguna. Ojalá, en cambio, poco a poco, representen palabras como las suyas cada día a menos gente. Nos ahorraríamos caricaturas, nos ahorraríamos polémicas y, quizá, páginas emborronadas de la historia de nuestras ciudades.

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