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Cuando Podemos pudo

Concentración del movimiento 15M en la Puerta del Sol de Madrid, en una imagen de archivo.

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En junio de 2021, hace prácticamente dos años y medio, escribí un artículo lamentándome por la dirección de la cuarta Asamblea Ciudadana de Podemos, encaminada a ser un congreso a la búlgara o un mero referéndum de aprobación de la sucesora de turno, afirmando que era un problema “que la fuerza de izquierdas que dice buscar una transformación auténticamente democrática de la sociedad tenga primarias internas menos pluralistas y más disfuncionales que las del PSOE o el Partido Popular”. Año y medio después, en febrero de 2022, escribí otro texto, cabreada por los resultados catastróficos de las elecciones en Castilla y León: allí afirmaba, directamente, que si Podemos no asumía “que sus resultados actuales son en buena parte consecuencia de su tóxica y destructora dinámica interna, de sus dinámicas de aparato, de la lenta diseminación de su agotamiento, el proyecto de Podemos estará agotado dentro de no demasiado tiempo”. Ahora, a principios de diciembre de 2023, se consuma el camino recorrido: lo que queda de Podemos, dimisiones mediante, deja la coalición con la que se presentó a las elecciones y a través de la cual obtuvo sus escaños y, rompiendo el acuerdo electoral de Sumar, pasa al Grupo Mixto.

¿Cómo puede ser que quien fuera número dos en su candidatura al Ayuntamiento de Madrid, Carolina Alonso, exprese hoy en Twitter que se acaba de “enterar por Canal Red [de] que [se pasa] al Grupo Mixto”? Lo sorprendente, al final, es que cosas así no sorprendan. Lo que empezó como un ilusionante proyecto transformador para España –cuando Podemos pudo–, un catalizador de las energías y potencias desplegadas a partir del 15M, ha acabado en la grandilocuencia victimista de un búnker replegado sobre sí mismo y en el que cada día cabía menos gente: el «No se acerque más a nosotros» convertido en máxima y estandarte.

Lo que queda de cierto e innegable: la ilusión depositada en el pasado fue real, como lo fueron sus esperanzas, como lo fueron sus aciertos y como lo fue el caudal de energías que Podemos incorporó. Había personas que nunca antes se habían visto representadas y a quienes Podemos confería representación: en la recta final, el discurso de Pablo Bustinduy antes de abandonar el Congreso para una candidatura a las elecciones europeas a la cual acabó renunciado; la tracción de una fuerza política que llegó a ser capaz de disputar la victoria en las elecciones generales de 2015, en los tiempos del sorpasso; Pablo Iglesias hablando para el país que se tomaba muy en serio sus sueños o incluso Irene Montero en la moción de censura de 2017. Durante un instante fue posible todo. Y, para cualquiera que se lo creyera, ver el presente genera una enorme tristeza.

En 2022, al otro lado de los Pirineos, cuando Jean-Luc Mélenchon quedó tercero en las elecciones presidenciales francesas, al mismo tiempo que su retirada de la vida política –luego inverosímil– parecía ya un hecho, lanzó una consigna: hacedlo mejor. Más allá de las hagiografías sobre Podemos, los dramas infinitos sobre lo que de ese espacio queda o se ha desmoronado, las incorporaciones y distanciamientos, creo que el ánimo del análisis y opinión futuras tendría que encauzarse por esa vía: no la del regodeo infinito en los errores o pecados, sino la del aprendizaje genuino. Exigirle a cualquier organización política transformadora futura que nunca más mercadee con las esperanzas de un pueblo. Pedir, como requisito, el respeto a la pluralidad, el cuidado interno, el alejamiento de cualquier voluntad soberbia o suicida.

Hay una verdad peronista que debería ser de utilidad para cualquier movimiento con voluntad transformadora: aquella según la cual, en la escala de valores, primero la patria, después el Movimiento y luego las personas. El mayor error del espacio del cambio ha sido transmitir con todo tipo de señales que esos valores se habían invertido: primero las personas, luego el partido y por último el país. Algo así no puede volver a suceder si se aspira a más que el fracaso, si se conserva ya no una mínima ambición, sino una mínima lealtad. La gente aspira a ver cómo mejoran sus condiciones de vida: no tiene ningún interés en que el espacio del cambio, que venía a ser algo distinto, se vuelva un circo tan bochornoso como el circo bipartidista que en otros tiempos denunciaba. Lo que se impone por necesidad, para no generar más desánimo, para no ahondar todavía más en la desilusión, es mostrar que las cosas se pueden hacer de otra manera: que se pueden hacer mejor, que se puede tomar la política y las esperanzas de la gente en serio.

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