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¿Podría Puigdemont haber negociado mejor?

El expresidente de la Generalitat Carles Puigdemont.

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Mientras atendía a cómo Carles Puigdemont explicaba ante las cámaras, siempre según el, su aplastante victoria sobre Pedro Sánchez, enfatizando que no había renunciado a nada en la mesa de negociación y que al mínimo incumplimiento de lo acordado retiraría su apoyo, escuché en a mi espalda una voz que me lanzaba la pregunta: “En el hipotético caso de que te lo pidiera, como profesor de negociación, ¿asesorarías a Puigdemont?”. Ante mi mirada escéptica, me insistió: “¿Y si te pagase muy bien?”. Como no recibía respuesta, volvió a la carga: “Imagina que pudieras pedir los honorarios que quisieras”.

Mi quinto hijo es tan provocador como encantador, y con su impertinencia obstinada me ha convencido: voy a dar al político catalán mi mejor parecer profesional, ajeno a cualquier ideología política, ya que esta no es técnicamente esencial; y lo hago, precisamente, porque no me la ha pedido, ni la espera, aunque creo, modestamente, que un contraste alternativo le vendría de perlas. El coro adulador que envuelve al político catalán en su hora de gloria le ensordece e impide oír el eco de lo que hace, y aun ver más allá de sus deseos consumados. Huelga decir que disfruto de plena libertad, al hacerlo gratis et amore; así, de paso, mi hijo pertinaz aprende que existe la no comprada gracia de la vida.

El abanico de negociaciones posibles que se dan en la realidad –y que Puigdemont deberá tener en cuenta ahora para llevar a la práctica los ya alcanzados acuerdos de investidura– se encierra entre dos extremos: desde la colaboración para resolver los conflictos y crear valor hasta la competición por ganar, sin paliativos, al otro. En las negociaciones que son estructuralmente competitivas, lo que obtiene una parte es a costa de lo que la otra cede. Se denominan también negociaciones distributivas, porque el objeto de la negociación es limitado, como los juegos de suma cero. Ejemplos ilustrativos de este tipo de negociación son las transacciones como la compraventa de una vivienda, la adquisición de un coche, el regateo por el precio de un producto en un mercadillo popular, o tratar de obtener las mejores condiciones con ocasión de un despido. 

Las negociaciones estructuralmente competitivas se caracterizan porque sólo existe una variable sujeta a la negociación, principalmente dinero, aunque también puede ser tener razón (o que te la den), o aparecer como ganador frente a terceros; asimismo, una de las partes suele disfrutar de una mejor alternativa en vez de continuar negociando, lo que le dota de mayor poder a la hora de crear un acuerdo favorable. En negociación, el poder significa poder decirle a la contraparte “no”, pero sin meter la pata al salir perdiendo. Un tercer factor apunta a la incertidumbre, de modo que, a mayor incertidumbre (por ejemplo, pensar que la contraparte no es de fiar, como es el caso que nos ocupa), mayor presión por competir en el proceso. Por último, si la relación entre los negociadores es puntual en el tiempo, y, por lo tanto, no se van a volver a ver las caras, la presión competitiva cobra de nuevo todo el sentido.

Sin embargo, si sobre la mesa hay múltiples intereses, y por lo tanto algunos contrapuestos pero otros combinables; si el poder de las alternativas da lugar a equilibrios; si la incertidumbre se puede reducir a base de compartir información, apoyada en comportamientos de personas dignas de cierta confianza en lo que prometen; y la relación tiene el potencial de continuidad, es decir, que existe un futuro común; en ese caso, decimos que la negociación puede, con esfuerzo y lealtad de ambos, llegar a ser colaborativa. 

En este caso la clave reside esencialmente en la voluntad y el talento de los negociadores. Las negociaciones con potencial colaborativo ofrecen más valor a las partes si se colabora que si se compite; la contrapartida consiste en ceder allí donde el otro obtiene más valor, sin que quien ceda sufra una pérdida, porque se compense con lo que se obtiene a cambio, y así repetidamente con cada variable que se ponga sobre la mesa.

La condición necesaria de la colaboración en un proceso negociador es la confianza (no se puede cerrar un buen acuerdo con una mala persona); la condición suficiente apunta a que ambos ganen, aunque para ello sea preciso que ganen cosas distintas: uno la investidura y el otro un perdón políticamente digerible; uno el apoyo a corto, medio y largo, el otro dinero; uno el relato progresista, el otro el relato nacionalista; uno el discurso ganador hacia su parroquia, el otro lo propio hacia la suya.

Si aplicamos este esquema sencillo, y por eso realista y poderoso, a la negociación de marras, descubrimos que una negociación con alto potencial colaborativo se ha afrontado con una liturgia agresivamente competitiva, donde han predominado los deseos sobre las necesidades ( error humano pero evitable); se ha primado aparecer como rotundo ganador a base de humillar al contrario, sin valorar suficientemente que se trata de una relación en la que se volverán a ver las caras con absoluta seguridad. Por otro lado, la miopía generada por considerarse más poderoso (y ahí los colaboradores han fallado como contrapeso) sobrevalora el corto plazo, imposibilita ver el transcurso tiempo como una fuente de creación conjunta de valor, y apuesta por una sucesión de acuerdos unilateralmente favorables, con el afán de extraer a la otra parte todo lo que pueda llegar a dar, propio de una negociación repetidamente competitiva. La expresión usada por Puigdemont “acord a acord” ( que podríamos traducir pluma a pluma) le ayuda a maximizar sus aspiraciones, un verbo que excluye el potencial colaborativo.

La apuesta funciona en la medida en que se mantenga la asimetría de poder, real o percibida. En este caso, una de las partes tiene la llave para que la otra obtenga la único que verdaderamente desea de modo absoluto. Tanto es así, que a toro pasado, ese deseo se intenta maquillar trivialmente. Mientras no se considere como una alternativa real la posibilidad de que Sánchez no ceda, la presión de Puigdemont va a ir in crescendo: cuanto más se cede, más se pide y más se obtiene. Unos tienen la aguja de marear y la usan, los otros se dejan porque les compensa, ya que en algún momento se harán valer, al disponer, a la postre del mango de la sartén, que es el Estado. 

He preguntado en clase a mis alumnos, directivos con experiencia, qué le aconsejarían a Puigdemont para negociar el post-acuerdo. He aquí cuatro pistas: 

1. Distinguir los deseos de las necesidades, para centrarse en las segundas, ya que satisfacer estas crea valor sostenible; mientras perseguir aquellas sólo gustirrinín.

2. El mejor seny en negociación está reñido con afirmar que se ha obtenido todo y no se ha cedido en nada. La cordura no correlaciona con la soberbia escénica, por resultar esta nociva para negociar.

3. Humillar a un presidente es humillar a quien representa: no aporta nada y resta una simpatía que se podría haber obtenido con un par de detalles hacia el respetable. Ganar en Cataluña a costa de perder en el resto de España es un resultado manifiestamente mejorable.

4. Es de primero de negociación separar a las personas de los asuntos. Una negociación cabal no suele conjugarse en la primera persona del singular. (Eso incluye a Sánchez).

El riesgo cierto que corre un acuerdo manifiestamente asimétrico no es otro que su incumplimiento en el momento procesal oportuno. Las cuatro páginas firmadas con fuertes emociones enfrentadas nacen averiadas ab initio. Y ellos lo saben mejor que nosotros, basta con poner “en pasiva” tanta declaración victoriosa.

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