Nos queda un futuro de hamburguesas
Hace poco estuve en América y así traicioné la última voluntad de mi padre comunista al que le prometí que jamás pisaría el imperio. Además lo hice en el peor momento, en los días en que Trump separaba niños de sus madres y padres. Me escanearon hasta el pelo y el corazón antes de ponerme el sellito en el pasaporte que les niegan a tantos. Mi prima me había comprado un billete para llegar hasta San José, donde vive hace casi veinte años, el mismo número de años que llevaba sin verla. Mi prima tuvo a su segunda hija ahí y a una nieta. No las conocía. Y hasta tengo un sobrino ‘dreamer’ que ahora es un hombre. Nos fuimos juntas hasta San Francisco y Santa Cruz –encima todo por allí tiene nombre español– a ver cómo duermen las focas en los muelles, en grupos, unas sobre otras como después de una enorme orgía. Pocos saben que las focas sueñan con medio cerebro mientras la otra mitad sigue en vigilia. Supongo que así ha vivido mi prima y su familia todo este tiempo. El sueño americano vivido a medias y sabiendo que en cualquier momento vendrá un Trump a despertarlos. Y lloramos justo cuando voló una gaviota sobre nuestras cabezas por todo lo que nos hemos perdido la una de la otra porque los gobiernos de ese país creen que existe gente ilegal. Nos dieron ganas de nacionalizarnos focas.
En mi segunda parada americana fui acogida en el barrio mexicano de Houston. En los jardines de las casas había muchos carteles que llamaban a votar a Beto, que no es latino pero al menos es demócrata, a diferencia de su contrincante Ted Cruz, que es medio latino pero es republicano y ha ganado. Aunque en esa ciudad coexisten la NASA, las clínicas carísimas que curan el cáncer y algunos pozos petrolíferos, es tan húmeda, verde y pantanosa que sentí que había llegado a Iquitos o a cualquier ciudad amazónica. En Houston, mis amigos, el poeta Kevin, de San Francisco, afroamericano, y Dillon, el gringo bueno de Nevada, me llevaron a Galveston en busca de los pantanos, para eso cruzamos la Península Bolívar y luego nos bañamos entre las aguas llenas de petróleo y delfines del Golfo de México. De regreso me hice fotos con cabezas de cocodrilos y Dillon me regaló una bala con mi nombre, porque dijo que todo eso era muy tejano. Pero de regreso en el aeropuerto la policía me quitó mi bala. Irónicamente, comentó Dillon cuando se lo conté, me habían arrebatado mi derecho tejano y violado la segunda enmienda según la constitución gringa. Eso no se lo hubieran hecho a un señor blanco en motocicleta y sin casco. Me dirigí entonces a la Gran Manzana.
En el primer día del primer viaje de mi vida a Nueva York me encontré viendo danzas ecuatorianas. No había visto aún el Puente de Brooklyn, ni cruzado Manhattan, ni mucho menos avistado la Estatua de la Libertad, pero yo estaba viendo danzas ecuatorianas. Por unos instantes pensé que era muy ridículo que, con todo el imaginario neoyorquino que me había inculcado Hollywood, estuviera admirando por enésima vez el folklore de mis queridos Andes. Pero luego lo entendí todo. Había llegado un 8 de octubre y ese día algunos despistados celebraban el Columbus Day, pero los otros pedían la abolición de ese día y celebraban la resistencia indígena. Como parte de esos otros, mi amiga Natalia Matalascallando –alguien que trabaja por el bienestar de los niños que llegan de Centroamérica–, me llevó a un gran festival indígena al aire libre y allí me encontré inmersa en una especie de comunidad americana pero en el amplio sentido de la palabra, junto a navajos, lakotas, quechuas, aymaras, taínos y shuars. Yo paseaba al perro calato –quiere decir desnudo– de mi amiga Natalia, el típico perro sin pelo del Perú y patrimonio nacional. No había un ser humano en ese festival, gringo o indio, que no se me acercara para celebrar su belleza y para preguntarme de qué raza era. Yo siempre les contestaba lo mismo: es un “naked dog”, es decir, un perro calato, un perro desnudo, un perro sin raza, como deberíamos ser todxs. Un perro que tiene la cualidad de la piel cálida, y al contacto con la piel humana puede curar el dolor. Me dieron ganas de nacionalizarme perra calata.
Hoy me enteré de los resultados de las elecciones en Estados Unidos y, pese a la pinchada en el Senado, el mundo ha visto en ellas a la América real, no la América que hemos estado viendo todo este tiempo en esa forma de hacer política blanca, masculina y hegemónica, sino la América de mi prima que no puede votar, de Kevin, de Dillon, de todos los seres bellos y calatos que la habitan, de las más de cien mujeres, lesbianas, latinas, afroamericanas, socialistas, dreamers, musulmanas, nativoamericanas, jóvenes, que han ganado estas elecciones por primera vez y han llegado para quedarse: This is The Real América. Y recordé el poema de Langston Huhesth, poeta afroamericano, que recitaban Kevin y Dillon en el carro, cuando volvíamos a la ciudad, ‘El negro habla de los ríos’, un poema que habla de nuestras almas ancestrales, nativas, oscuras, que han visto todos los ríos, profundas como los ríos. Y recordé que cuando nos comíamos nuestra segunda hamburguesa del viaje dijimos que ya teníamos un pasado de hamburguesas y un presente de hamburguesas y que aún nos quedaba un futuro de hamburguesas. Sueño con ese día, amigxs, con comerme una hamburguesa sin Trump.