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Reforma laboral: la Unión Europea como coartada

El comisario de Finanzas europeo, Paolo Gentiloni; el secretario de Estado de Empleo, Joaquín Pérez Rey; el secretario de Estado de Derechos Sociales, Nacho Álvarez; la ministra de Trabajo, Yolanda Díaz; y el embajador de España ante la UE, Pablo García-Berdoy, en la Comisión Europea.
25 de octubre de 2021 22:24 h

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Una de las razones, no la única, que explica el euroescepticismo que existe en sectores de la ciudadanía europea -con diferencias significativas entre países- podemos encontrarla en la deslealtad con la que suelen comportarse algunos gobernantes de los estados.   

Es frecuente ver cómo trasladan a Europa la responsabilidad política de sus actuaciones. Especialmente indignante cuando se trata de decisiones adoptadas por el Consejo Europeo, formado por los jefes de estado y de gobierno. Acuerdos que al llegar a sus respectivos países se convierten, si son positivos, en éxitos propios y, si tienen el rechazo de la ciudadanía, se cargan en la mochila de Europa. 

Es frecuente que la Unión Europea se utilice como coartada para justificar la orientación de las políticas de los estados. “Nos lo impone Bruselas” es una frase muy manida. Algo de esto está pasando en estos momentos al calor de las negociaciones sobre la reforma laboral. 

A diferencia de lo que sucedió con la Gran Recesión, la respuesta de la Unión Europea a la crisis de la Covid-19 ha sido una apuesta por la cooperación, no solo con declaraciones sino con políticas y recursos económicos. 

Mancomunar los riesgos, habilitando para ello recursos que se financian por primera vez con emisiones de bonos europeos, es una respuesta inteligente que además puede suponer un paso importante en la necesaria construcción fiscal de Europa. 

Se trata de unas políticas que exigen lógicas contrapartidas por parte de los países beneficiarios. No puede pretenderse mancomunar riesgos y desentenderse de las responsabilidades. 

Soy de los convencidos de que la cesión de soberanía de los estados a la Unión Europea es imprescindible y positiva. Es el camino que recorrer si queremos que la sociedad organizada políticamente tenga capacidad de regular una economía y unos mercados globalizados, ante los que los estados nacionales son en ocasiones impotentes. 

Pero en este tránsito deberíamos asegurarnos de que esta transferencia de soberanías al “demos” europeo se haga con garantías de control democrático. Y no siempre es así. 

Por el contrario, asistimos a una curiosa paradoja. Los mismos estados nación que se niegan a ceder soberanía a las instituciones de la UE no tienen ningún inconveniente en cederlas a los mercados o a estructuras con nula legitimidad democrática, como sucedió con la Troika en la gran recesión. 

Los mismos que se oponen, en nombre de la soberanía nacional, a otorgar competencias a la UE para legislar en materia laboral, de seguridad social o fiscalidad no tienen ningún problema en que sean los mercados los que de facto regulen y decidan. 

Así, niegan las competencias a la UE para que se produzca una armonización legal en fiscalidad, pero asumen acríticamente la armonización competitiva -a la baja- que imponen los mercados en materia fiscal. 

Todo esto viene a cuento por la abusiva instrumentalización que de la Unión Europea están haciendo la CEOE, la propia vicepresidenta Nadia Calviño y una parte de la opinión publicada, para conducir las negociaciones de la reforma laboral en una determinada dirección. 

Se habla de la condicionalidad de los recursos del Programa Next Generation de la UE y se pretende hacernos creer que esa condicionalidad puede comprometer la llegada de los fondos europeos. Eso traspasa el concepto de coartada para entrar en el territorio del chantaje. Y además es falso.  

Lo que en realidad está acordado y puede exigir la Unión Europea es la vinculación de los Fondos europeos a las necesarias reformas para garantizar su eficacia. 

Vincular no significa condicionar y mucho menos imponer. La Comisión puede exigir que se hagan reformas, no puede imponer ni el contenido ni la orientación de estas. 

Los compromisos adoptados por el Gobierno español en el llamado componente 23 del Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia –aprobados por la Comisión Europea- tienen que ver con el método -debe ser a través del dialogo social- y con los objetivos. Pero no con el contenido y orientación de las reformas. Entre otras cosas porque esa legitimidad solo la tiene, de momento, el Parlamento español. 

No hay nada en el Plan remitido por el Gobierno y aceptado por Bruselas, ni en las recomendaciones a España del semestre europeo, que obligue a mantener la actual regulación de la negociación colectiva, con la posibilidad de que los convenios de empresa puedan establecer condiciones de trabajo y salarios a peor que los convenios sectoriales. 

No hay nada que exija mantener la actual regulación de la subcontratación como mecanismo para que las empresas centrales externalicen costes y riesgos a las empresas periféricas, normalmente pymes y precariedad a sus trabajadores. 

Comparto que los recursos europeos para abordar la transición verde y digital deben ir acompañados de aquellas reformas legales o institucionales que permitan aprovechar al máximo estas inversiones. Pero en ningún sitio está escrito que ello requiera mantener una legislación laboral que incentiva la competitividad de bajos salarios y promueve la precariedad como mecanismo de la mal llamada flexibilidad -en realidad es desregulación. 

Más bien al contrario. No es posible digitalizar el aparato productivo manteniendo la apuesta por empleo precario que suponen el abuso de la contratación temporal. Si así se hace se estarán malgastando los recursos destinados a inversiones. 

No es posible incentivar la formación de las personas trabajadoras para abordar las necesarias transiciones, si se mantiene una legislación que promueve la rotación en un mismo puesto de trabajo. Si así se hace, se estarán malgastando recursos. 

No parece posible que la mejora de la productividad prevista en el Plan de Recuperación español, aprobado por la Comisión, pueda conseguirse si se mantiene una apuesta por un modelo de competitividad basado en salarios bajos y condiciones de trabajo precarias. 

Este no es un debate que afecte solo a trabajadores y sindicatos de una parte y empresarios y patronal de otra. El conjunto del país se juega mucho. 

La gran recesión del 2008 hizo aún más evidente que, a diferencia de en el siglo XX, hoy la economía internacional no se articula en torno a los estados. Ahora lo que impulsa el comercio mundial y es definitivo en la adjudicación de roles son las empresas multinacionales que controlan amplias cadenas de valor. 

Por si no lo teníamos claro, lo acabamos de comprobar con la ruptura de esta cadena de valor producida por la pandemia, que hoy tiene paralizada la producción de muchas empresas industriales. Y algo parecido sucede en el terreno de la logística o de los servicios. 

El papel de la economía española será el que jueguen sus empresas en esa cadena global de valor. Una cadena en la que hay empresas que controlan productos y mercados -algunas tenemos en España- y otras empresas que son utilizadas por estas para competir en costes laborales bajos, por la vía de la externalización productiva. 

Si se mantiene la actual legislación laboral que promueve la subcontratación empresarial en cadena. Si se incentivan los convenios de empresa para promover el dumping laboral de bajos salarios. Si se insiste en sostener unas reglas de negociación colectiva pensadas para imponer la depreciación salarial. Si se mantiene la legislación laboral aprobada unilateralmente por el Gobierno Rajoy se estará condenando a estas empresas, en general pymes, a jugar un papel subordinado. Se estará condenando a la economía española a una posición subalterna. Por muchos recursos europeos que se inviertan en transición digital y verde. 

El presidente Pedro Sánchez se ha comprometido con el Comisario europeo Paolo Gentiloni a hacer la reforma con diálogo social y a modernizar la legislación laboral. Incluso ha concretado los objetivos: erradicar la precariedad laboral, impulsar la competitividad del mercado de trabajo y reequilibrar las negociaciones entre empresarios y trabajadores.

Tres objetivos tan genéricos como sus reiterados anuncios de derogar la reforma laboral del PP. 

Ahora llega el momento de la verdad, de pasar de las musas al teatro. Este Gobierno, y especialmente su ministra de Trabajo, han demostrado una clara apuesta por la concertación social, con evidentes éxitos. Seguro que están muy interesados en que la reforma laboral se consiga a partir de un acuerdo tripartito, pero eso no puede ser una excusa. La responsabilidad última de presentar un proyecto de Ley antes de final de año le corresponde al Gobierno y al Parlamento, aprobarla. 

La Comisión Europea puede exigir que se dialogue, pero no puede imponer ningún veto si no se consigue un acuerdo, como no lo hizo con la Reforma Laboral del 2012, aprobada con la mayoría absoluta del PP y el acompañamiento de CIU. Con el aplauso de las patronales y la oposición contundente de las organizaciones sindicales. 

Lo que no puede hacer la Comisión Europea, porque no tiene legitimidad para ello ni el marco legal que la ampare, es condicionar los fondos europeos a una determinada orientación de la reforma laboral ni mucho menos a bloquear los fondos europeos. 

Lo saben perfectamente los que usan a Europa como coartada, rayando el chantaje. 

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